viernes, 8 de septiembre de 2017
martes, 1 de agosto de 2017
Reseña Inferno
Aunque es un libro del 2013, no había
tenido ocasión de leerlo hasta el momento
Su precio en versión Kindle
es de 8,54€ en el link que os dejo a continuación. En tapa dura el precio
aumenta hasta los 12,30€.
Como es habitual en el autor tiene el
don de atrapar al lector desde la primera página. Sus capítulos siempre acaban
con algún enigma o misterio que consigue que continúes leyendo hasta el
final. Dan Brown continua siendo uno de los magos del suspense de los últimos años.
Aunque no está a la altura de El Código
Da Vinci o Ángeles y Demonios, la trama está perfectamente estructurada y su
lectura está repleta de intriga. Me parece ideal para pasar un buen rato, además
no es demasiado largo.
Lo que menos me ha gustado es el final, se
pierde dando demasiados giros para intentar sorprender al lector, y algunas
partes resultan poco creíbles; aun así es recomendable.
De la película prefiero no hablar, hay
libros con buenas adaptaciones cinematográficas, pero no es este el caso, todo
lo contrario.
Aquí os dejo la
sinopsis
El
profesor de simbología Robert Langdon se despierta en un hospital en mitad de
la noche, desorientado y con una herida en la cabeza. No recuerda nada de las
últimas treinta y seis horas. Ni cómo ha llegado hasta allí, ni el origen del
macabro objeto que los médicos descubren entre sus pertenencias. El mundo de
Langdon pronto se convierte en un caos y se ve obligado a huir por las calles
de Florencia junto a una inteligente joven, Sienna Brooks, cuyas hábiles
maniobras le salvan la vida. Langdon no tarda en darse cuenta de que se
encuentra en posesión de una serie de inquietantes códigos creados por un
brillante científico; un genio cuya obsesión con el fin del mundo sólo es
equiparable a la pasión que siente por una de las obras maestras más
influyentes jamás escritas: Inferno, el oscuro poema épico de Dante Alighieri.
En su huida a través de escenarios tan conocidos como el Palazzo Vecchio, los jardines Boboli o el Duomo, Langdon y Brooks descubren una red de pasadizos ocultos y secretos antiguos, así como un nuevo y terrorífico paradigma científico que podría ser utilizado para mejorar la vida en la Tierra... o para destruirla.
Apasionante y controvertida, Inferno es una lectura endiabladamente entretenida; una novela que cautivará al lector con la belleza del arte, la historia y la literatura italianas…, mientras le plantea cuestiones provocativas sobre el papel de la ciencia en nuestro futuro.
En su huida a través de escenarios tan conocidos como el Palazzo Vecchio, los jardines Boboli o el Duomo, Langdon y Brooks descubren una red de pasadizos ocultos y secretos antiguos, así como un nuevo y terrorífico paradigma científico que podría ser utilizado para mejorar la vida en la Tierra... o para destruirla.
Apasionante y controvertida, Inferno es una lectura endiabladamente entretenida; una novela que cautivará al lector con la belleza del arte, la historia y la literatura italianas…, mientras le plantea cuestiones provocativas sobre el papel de la ciencia en nuestro futuro.
Si lo habéis leído me gustaría que me dierais vuestra opinión ¿Os ha parecido que está a la altura de sus anteriores libros?
viernes, 28 de julio de 2017
lunes, 24 de julio de 2017
Reseña: Una columna de fuego (Saga Los pilares de la Tierra 3)
Ya se puede adquirir en preventa por 12,34 en versión
Kindle en el link que os dejo a continuación. En tapa dura el precio aumenta
hasta los 23,65.
En esta ocasión la trama se desarrolla en 1558, cuando la
reina Isabel I asciende al trono.
Todos conocéis los enfrentamientos que tuvo
con Felipe II, al parecer se odiaban profundamente, lo cual es sorprendente
teniendo en cuenta que estuvieron a punto de casarse.
Por lo que todos sus fans
en España se preguntan si los españoles saldremos bien parados en esta novela.
Me gustaría que me
dierais vuestra opinión ¿Pensáis que Follett tratara bien a los españoles
en su novela para vender más libros en España o se ceñirá a los documentos históricos?
Por otro lado, quería
preguntaros ¿si pensáis que la tercera parte estará a la altura de Los pilares
de la tierra?
Aquí os dejo la sinopsis
La saga de Los pilares de la Tierra y Un
mundo sin fin, que ha cautivado a millones de lectores, prosigue ahora con
la magnífica y apasionante nueva novela de Ken Follett.
Una columna de fuego arranca cuando el joven
Ned Willard regresa a su hogar en Kingsbridge por Navidad. Corre el año 1558,
un año que trastocará la vida de Ned y que cambiará Europa para siempre.
Las antiguas piedras de la catedral de Kingsbridge contemplan una ciudad
dividida por el odio religioso. Los principios elevados chocan con la amistad,
la lealtad y el amor, y provocan derramamientos de sangre. Ned se encuentra de
pronto en el bando contrario al de la muchacha con quien anhela casarse,
Margery Fitzgerald.
Cuando Isabel I llega al trono, toda Europa se vuelve en contra de
Inglaterra. La joven monarca, astuta y decidida, organiza el primer servicio
secreto del país para estar avisada ante cualquier indicio de intrigas
homicidas, levantamientos o planes de invasión.
En París, a la espera, se encuentra la seductora y obstinada María
Estuardo, reina de los escoceses, en el seno de una familia francesa con una
ambición descomunal. Proclamada legítima soberana de Inglaterra, María cuenta
con sus propios partidarios, que conspiran para deshacerse de Isabel.
Entretanto, Ned Willard busca a Jean Langlais, un personaje escurridizo y
enigmático, sin saber que tras ese nombre falso se esconde un compañero de
clase de su infancia, alguien que lo conoce demasiado bien.
A lo largo de medio siglo turbulento, el amor entre Ned y Margery parece
condenado al fracaso mientras el extremismo hace estallar la violencia desde
Edimburgo hasta Ginebra. Isabel se aferra precariamente a su trono y a sus
principios, protegida por un pequeño y entregado grupo de espías hábiles y
agentes secretos valerosos.
Los auténticos enemigos, tanto entonces como ahora, no son las religiones
rivales. La verdadera batalla es la que enfrenta a quienes creen en la
tolerancia y el acuerdo contra tiranos dispuestos a imponer sus ideas a todo el
mundo... y a cualquier precio.
miércoles, 19 de julio de 2017
Reseñas: Billete de diez libras de Jane Austen
Se ha levantado bastante revuelo en la opinión pública
británica, ya que en las libras esterlinas tan solo aparece la imagen de la
reina de Inglaterra.
Si queréis conseguir uno de estos billetes ahora es
el momento; es solo una edición limitada y para todo el que es un seguidor de
la autora inglesa, cuyo fans se cuentan por millones todo el mundo es uno
momento único.
Aquí podéis ver una réplica de los billetes.
Aquí en España ya hemos tenido casos similares,
como la aparición de Benito Pérez Galdós y algunos más
¿Qué os parece que hayan tenido este gesto en
Inglaterra?
domingo, 16 de julio de 2017
Fragmentos de Los hijos de Anubis
—¡Por aquí! —exclamó el contacto que estaba
esperando. Abrió una puerta que no habían visto antes y los condujo por una
amplia estancia hasta llegar a un pequeño mural.
—Esperad un momento —fue hasta la ventana y se
asomó por última vez. Aun no había amanecido y todo estaba en silencio; no
encontrarían un mejor momento para escapar—. ¿Recordáis el camino?
Los dos asintieron impacientes, habían
estudiado el mapa durante toda la noche.
Abrió el pasadizo secreto que había tras el
mural, les deseó buena suerte y cerró la puerta a sus espaldas.
Una galería de estrechos pasadizos se extendía
durante kilómetros bordeando las habitaciones del palacio. En el interior se
respiraba un aire viciado, parecía que nadie se adentraba por allí desde hacía mucho
tiempo.
—No vayas tan rápido o te perderé —dijo la
pelirroja al comprobar que estaba tan oscuro como la boca de un lobo.
—Agárrate a mí y no habrá problemas —le
respondió sosteniendo una pequeña tea en la mano que apenas iluminaba a dos
palmos de distancia.
Todo permanecía en silencio mientras
atravesaban las entrañas del palacio, al otro lado todos dormían sin tan
siquiera imaginar lo que allí estaba sucediendo.
—¿Crees que encontraremos el lugar exacto con
esta oscuridad?
—Por muy larga que sea la galería en algún
lugar tiene que acabar.
La pelirroja respiró hondo sin tenerlas todas
consigo.
Prosiguieron por un estrecho corredor que
serpenteaba de un lado a otro y descendía lentamente. Luego, llegaron a una
bifurcación donde había dos caminos.
—A la izquierda. Lo recuerdo a la perfección.
El camino continuó descendiendo hasta unas
pequeñas pozas que estaban inundadas.
—¿Qué es esta agua?
—El lago ha inundado los sótanos del palacio.
Con el agua hasta la cintura y un intenso frío
tuvieron que ralentizar la marcha, continuaron avanzando hasta que por fin dejó
de cubrirles.
—¿Has oído eso? —susurró agarrando con fuerza
su brazo.
Unos gritos de dolor rompieron el profundo
silencio de la noche. En aquel estrecho pasadizo, el sonido se acrecentaba por
mil. Un instante después se oyeron fuertes pasos a la carrera.
—¡Corre! —exclamó volviéndose hacia ella—. Nos
han descubierto.
—¿Y los gritos?
—Han debido torturar a nuestro hombre antes de
hacerle hablar.
Ella emitió un grito de espanto.
Al fondo del corredor, divisaron una tenue luz
que parecía provenir de la calle. Era el reflejo de una pequeña verja que
cerraba el paso sobre sus cabezas.
—Sujeta la teja —le dijo extendiendo su mano—.
Intentaré abrirla.
—¡Date prisa! —respondió al oír como los pasos
se acrecentaban—. Nos están pisando los talones.
Con todas sus fuerzas, agarró la reja y la
zarandeó de un lado a otro. Tras unos instantes acabó cediendo, la humedad de
la laguna había hecho que la tierra se ablandase.
—¡Vamos! ¡Sube! —dijo colocando sus manos en
forma de cuña.
Cuando llegó arriba, le tendió la mano y lo
ayudó a subir. Luego, volvió a colocar la reja en la misma posición.
A aquellas horas, las calles estaban
completamente desiertas. Subieron por una larga calle de casas adosadas y
escucharon un sonido metálico a sus espaldas.
—Han abierto la reja.
En la siguiente calle vieron una puerta entreabierta.
La pelirroja se soltó de la mano y corrió desesperada hacia la entrada.
—¡Ayúdenos! ¡Por favor!
Sin mediar palabra cerraron la puerta en sus
narices.
—Es inútil —aseguró volviendo a coger su
mano—. Aquí nadie nos ayudará.
La
calle dio paso a una plaza de infausto recuerdo para ellos, en el centro había
una enorme tribuna que la presidía. Al pasar a su lado no quisieron ni mirarla.
A lo lejos, se divisaban las últimas viviendas
de la ciudad; un elegante barrio de clases acomodadas dio paso al extrarradio. Finalmente,
dejaron a un lado una gigantesca necrópolis y se encaminaron hacia la ladera de
una montaña.
—¿Hacia dónde? —preguntó ella, tras detenerse
un instante.
Al fondo se escuchaban voces. El grupo que los
perseguía se había dividido en dos y les cortaba el paso.
—Esos perros jamás se detendrán, conocen el
camino a la perfección.
Sin otra alternativa, ascendieron por la
montaña que había frente a ellos.
—No puedo más —afirmó exhausta tras caerse por
segunda vez en veinte metros—. Continúa tú.
—Ni lo sueñes, cariño —le contestó su
acompañante forzando una sonrisa—. Estamos juntos en esto.
Al llegar a la cumbre, descubrieron un
gigantesco cráter. En su interior, la lava se agitaba provocando numerosas
erupciones que se repetían una y otra vez. Un intenso olor a azufre y a huevos
podridos amplificado por el fuerte calor hacía el aire irrespirable. Aquella
parecía la entrada al infierno.
—¡Allí! —dijo señalando al otro lado de la
montaña—. El bosque es nuestra única salvación. Si conseguimos alcanzarlo, los
perderemos de vista.
Al mirar hacia abajo vieron cómo los perros
continuaban ascendiendo la ladera de la montaña sin descanso portando sus
enormes báculos.
—Tendremos que bordear el cráter hasta el otro
lado.
Ella cogió aire y volvió a darle la mano.
Unos metros más adelante la tierra era tan
blanda fruto del intenso calor que resbaló en una pequeña hendidura y cayó al
vacío sin darle tiempo para reaccionar.
—¡Agárrate a mí! —le gritó cogiéndola por el
antebrazo mientras quedaba suspendida en el aire. Cientos de metros más abajo
la lava se agitaba nerviosa provocando numerosas explosiones.
Con un esfuerzo sobrehumano, agarró la otra
mano y consiguió que comenzara a subir lentamente. Pero, un instante después,
las manos comenzaron a sudar fruto del asfixiante calor y comenzó a resbalarse.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ahora
no, pelirroja!—repetía desesperado viendo cómo sus dedos apenas ya tocaban los
suyos—. Lo teníamos tan cerca.
La mano se soltó y la vio caer al cráter
mientras la escena se repetía en su mente una y otras vez.
Unos segundos después, sintió un fuerte golpe
en la cabeza. Antes de perder la conciencia pudo ver como un tipo que sostenía
un enorme báculo se quitaba la máscara de chacal. Era uno de los hijos de Anubis.
II
Dos
días después regresaba de la clase de historia que impartía en una academia de
Brooklyn, el director continuaba sin confirmarle la renovación de su contrato y
el futuro se tornaba incierto. A Manuel no le cogía por sorpresa, ya que en
aquella ciudad a poca gente le interesaba la historia, y a sus clases cada vez
acudían menos alumnos; en varias ocasiones se había planteado emigrar a Europa
donde aquella materia todavía se consideraba imprescindible en la educación de
los alumnos. A los americanos parecía interesarles muy poco su enseñanza,
probablemente fruto de su corta historia. A pesar de ello muchos estudios de
Hollywood continuaban realizando guiones en los que se relataban los hechos más
importantes acaecidos en los últimos trescientos años.
Se
dirigía al metro cuando oyó el incesante silbido de otro mensaje en su
teléfono. Lo sacó de su chaqueta e intentó adivinar de dónde provenía esta vez:
Instagram, Facebook, Twitter, Google o Whatsapp. Algunas veces solía jugar a ese juego antes de mirar la
pantalla, aunque nunca solía acertar.
Cuando
abrió el mensaje, descubrió que era el mismo tipo que le había enviado el
correo dos días antes. Para disuadirlo, le había enviado una tarjeta del
Waldorf Astoria en la que lo invitaba a un cátering donde acudirían los más
reputados investigadores tras la conferencia.
Mientras
miraba por la ventanilla del metro, comenzó a considerar la oferta. En aquellos
cátering solían servir buena comida y necesitaba ampliar su círculo de
influencia si quería conseguir un buen empleo.
Al
bajar del metro contestó al mensaje afirmativamente, era la mejor propuesta que
le habían ofrecido aquel fin de semana; había roto con su pareja el mes
anterior y no le quedaban ni cinco dólares en la cartera para salir de fiesta.
Aquel
fin de semana, un fuerte aguacero arreciaba en el exterior. Manuel observaba
desde su ventana cómo una enorme cortina de agua no dejaba de caer y los
truenos se repetían una y otra vez; esperaba que aquello no fuera un mal
presagio de lo que le aguardaba aquella tarde.
Estuvo
rebuscando en el armario y se vistió para la ocasión con un pantalón de pinzas
color negro, una camisa de seda celeste que guardaba para las grandes ocasiones
y una corbata ajedrezada que combinaba el verde con el lila.
Cuando
iba a salir, cogió la gabardina color beis que había comprado en una tienda de
segunda mano y un sombrero de ala ancha que lo resguardara de la lluvia.
Tenía
gran interés en conocer quién organizaba aquel evento, no sabía si sería algún
excéntrico millonario o algún mecenas amante de la historia.
Bajó
hasta la calle, sorteó varios charcos y subió al automóvil. A continuación, se
frotó las manos por el intenso frío y encendió la calefacción; cada vez que lo
hacía el coche desprendía un fuerte olor a gasoil.
Atravesó
media ciudad hasta llegar a Manhattan y dejó el coche en el garaje del hotel
tras preguntarle al botones si podía hacerlo. El tipo lo miró de arriba abajo,
comprobó su nombre en la lista y le respondió afirmativamente.
Al
salir del coche, le pareció ver una cara conocida esperando junto al ascensor
que subía al hall.
—¡Juan!
—exclamó cuando se disponía a entrar por la puerta.
—¿Tú
también estas invitado? —le preguntó con una sonrisa socarrona y le estrechó la
mano—. Ya veo que el nivel que exigen no es demasiado alto.
—Claro.
Estas tú aquí.
Ambos
soltaron una carcajada. Manuel apretó el botón y se cerraron las puertas.
—¿Tienes
idea de quién organiza esto?
Juan
sacudió la cabeza.
—¿A
qué peluquero vas últimamente? —le preguntó Juan al comprobar que Manuel se
había rapado al cero. Aquel corte no favorecía demasiado su rostro anguloso,
del que tan solo destacaban sus intensos ojos verdes.
—Me
lo hice yo mismo. Estaba cansado de tanta gomina.
Al
llegar al hall, el recepcionista les indicó que debían dirigirse a la sala de
reuniones que se encontraba en la primera planta. Allí, les recibió la
organizadora del evento, una morena de profundos ojos celestes que vestía un elegante
traje de chaqueta malva y desprendía una suave fragancia a magnolias.
—Bienvenidos
—los saludó con una amplia sonrisa—. Soy la doctora Hutchison, directora del
museo de antropología de Chicago. Espero que esta noche todo sea de su agrado.
—Por
supuesto que lo será —contestó Manuel mirándola con una sonrisa pícara.
—Mi
ayudante les informará del evento —dijo señalando una mesa donde una joven
becaria tomaba notas rodeada por varios invitados.
—Esto
no empieza nada mal —le dijo Manuel a Juan mientras se dirigían a la mesa.
—¿Es
que no has visto el anillo de casada?
—¿Y
tú no has visto cómo me miraba?
—No
tienes arreglo, amigo.
—La
vida son dos días —respondió situándose tras un tipo alto y grueso al que la
secretaria estaba acreditando.
La
conferencia de aquel día la conformaban cinco expertos relacionados con
diferentes ámbitos de las Ciencias Sociales. A Manuel le tocó presentar su
ponencia en cuarto lugar.
Todos
tuvieron que esperar en una sala contigua hasta que les llegó su turno. El
primer conferenciante subió al estrado y comenzó a explicar los últimos
descubrimientos que se habían realizado sobre la escritura maya, el hallazgo de
unas nuevas tablas había supuesto un avance considerable.
El
siguiente sostenía la teoría de que en Alaska había existido una importante
civilización dos mil años atrás y que las bajas temperaturas habían borrado
todas sus huellas.
Más
lejos llegaba un japonés que afirmaba que los restos subacuáticos hallados en
las cercanías de la isla de Okinawa pertenecieron sin lugar a dudas a la
Atlántida. Para ello se apoyaba en las referencias que Homero realizaba de una
gran civilización más allá del río Hindo.
Mientras
los escuchaba Manuel pensaba que o aquella reunión estaba a la vanguardia de
todas las que se habían celebrado hasta el momento o era la mayor reunión de
frikis a la que había asistido en su carrera. Sin embargo, aquello le dio alas
para considerar su teoría la más plausible de todas las que se exponían en la
reunión.
—Señoras,
señores —anunció dirigiéndose a los presentes tras ponerse las gafas y mirar al
frente sin levantar demasiado la vista. Nunca le había gustado demasiado hablar
en público, pero vencía su timidez con la enorme pasión que sentía por aquella
materia.
—Ha
llegado la hora de dar un paso más en los métodos de investigación. Gracias a
las nuevas tecnologías podemos buscar restos de civilizaciones donde hace años
era una quimera poder encontrarlas.
Sacó
un puntero láser de su chaqueta, y con una intensa luz roja enfocó la
diapositiva situada en la enorme pantalla que tenía a su espalda.
—Guatemala
—dijo en voz alta, señalando una tupida selva—. Aquí se puede distinguir el
contorno de una enorme ciudad desaparecida hace siglos.
Un
gran murmullo se oyó en la sala.
—¿Cómo
está tan seguro? —preguntó un tipo alto y delgado sentado en la segunda fila.
—Tanto
el satélite como la cartografía no dejan lugar a dudas. Una extensión tan
amplia de muros de adobe tan solo puede ser una gran urbe.
—¿Ha
estado usted allí? —preguntó una nueva voz.
Manuel
puso la palma de la mano sobre sus ojos intentando averiguar quién le hablaba,
la intensa luz no le dejaba ver con claridad.
—Estos
nuevos métodos solo son una farsa —afirmó la misma voz desde el fondo de la
sala.
—A
las mismas críticas se enfrentaron los grandes descubridores durante siglos —se defendió.
—Si cree
firmemente en su teoría, ¿por qué no va
hasta allí y lo demuestra? —le increpó.
—Se
necesita un gran equipo para ello y no dispongo de la financiación necesaria.
La
pantalla se apagó, el reproductor emitió un ligero click y se proyectó la
siguiente fotografía. La imagen había sido tomada desde el satélite y tan solo
se distinguían dos pequeñas estructuras escalonadas en medio de una zona
desértica.
—En
el desierto del Rub al Jali, en la Península Arábiga, se han descubierto dos
zigurat.
—Se
forman grandes dunas de arena en esa zona —aseguró un elegante tipo de tez
morena sentado en la primera fila.
—Cierto
—respondió Manuel—. Pero en este caso la formación ha continuado siendo la
misma durante semanas.
—Soy
árabe, amigo, y se muy bien de lo que hablo. Las dunas mantienen su forma
durante meses si no se producen nuevas tormentas de arena.
—¿No
tiene nada mejor que ofrecer? —volvió a preguntar el tipo del fondo de la sala.
—Muchas
gracias por su atención —dijo Manuel de forma repentina.
La
secretaria que proyectaba las diapositivas lo miró sin entender nada. Manuel le
hizo un gesto y decidió no mostrar la última fotografía que tenía programada.
Era su mayor descubrimiento, pero decidió no compartirla en público.
Bajó
del estrado y permaneció allí cabizbajo, pensando que no debería haber asistido
al evento; ni tan siquiera escuchó al último conferenciante. Mientras estaba
sentado recibió un mensaje por facebook
de la misma persona que lo había invitado a la ponencia, en el que se leía: «Bien hecho.»
Cuando
la conferencia acabó, todos pasaron al salón contiguo. Los camareros fueron
sirviendo canapés recubiertos de beluga iraní, cebiche con salsa de lima y
esturión del mar negro.
El
salón estaba dividido en una infinidad de pequeños grupos que charlaban y reían
sin parar; la conferencia había sido todo un éxito.
Juan
se acercó con una copa de vino en la mano.
—Si
lo piensas bien, no ha estado tan mal. Tan solo te han rebatido tres personas.
¿No fue en New Jersey donde te lanzaron tomates?
—No
me lo recuerdes.
La
doctora Hutchinson se acercó y se unió a la conversación.
—Sus
hipótesis son de lo más interesante —sostuvo probando un canapé.
Manuel
frunció el ceño, no sabía si se estaba burlando o si realmente estaba
interesada en su trabajo.
—Gracias
—respondió tras sopesarlo unos instantes—. ¿Es usted de Nueva York?
—No,
soy de Texas, pero divido mi tiempo entre Chicago y Nueva York.
—Quizás
le interese charlar sobre mis teorías alguna noche.
Juan
no pudo reprimir una sonrisa.
—En
realidad el interesado es mi marido —dijo señalándole tras verle aparecer—. Por
allí viene.
—Un
placer conocerlos —aseguro el señor Hutchinson saludando a Juan y Manuel—. Sigo
su trabajo desde los dos últimos años y creo que es brillante.
Manuel
se quedó sorprendido al escuchar sus palabras, jamás imagino recibir elogios
después de aquella accidentada conferencia. El tipo continuó enumerando las
investigaciones de Manuel durante un buen rato.
De
repente, algo hizo que su rostro se ensombreciera.
—¡Un
momento! —lo interrumpió al reconocer aquella voz—. ¿No es usted el que ha
intentado desacreditarme desde el fondo de la sala?
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Fragmento El legado perdido
Aquel día
corría tan deprisa por aquel laberinto de trincheras que se entrecruzaban unas
con otras, que no sentía los músculos de las piernas agarrotados por la fuerte
humedad. El agua llegaba en muchas zonas hasta la altura de las rodillas y
hacía empeorar la situación aún más. A cada paso escuchaba el sonido de las
ametralladoras que no paraba de cesar y las bombas de la aviación alemana que
caían a poca distancia. Llevaba varios días lloviendo sin parar y el agua había
provocado que las zanjas estuvieran recubiertas de lodo y barro, provocando
numerosas enfermedades. No todos morían por algún disparo enemigo en aquella
contienda, las bajas por enfermedad se contaban por miles.
Llegué justo
a un cruce de caminos donde no sabía qué dirección tomar y pregunté a un
oficial.
—¡Eh,
amigo!—grité—Traigo un mensaje urgente para el capitán Wilcox.
—¿Cómo dice?
No había
forma de entenderse en aquel lugar por el sonido atronador de los proyectiles.
—¡La sala de
oficiales!—repuse aún con más fuerza.
—¡La
encontrará en el siguiente cruce!—respondió cuando escuchamos el grito
desgarrador de un soldado que caía abatido desde el puesto de la ametralladora
por los disparos de la artillería alemana. Fuimos a socorrerle, pero ya era
tarde. La metralla le había alcanzado en pleno rostro.
Por
desgracia, aquella escena formaba parte del día a día, nos despertábamos por
las mañanas sin saber si volveríamos a ver al compañero con el que compartíamos
litera.
Al llegar a
la siguiente trinchera había un grupo de soldados colocándose las mascaras
antigás para realizar un ataque contra las defensas alemanas. Hacía pocas
semanas que se habían introducido en el frente las armas químicas, así que
aquella guerra podía acabar aun peor de lo que había comenzado. Por fin un
soldado me indicó que al final de la trinchera se encontraba la sala que
buscaba. Cuando llegué tuve dificultades para abrirla, pues la humedad había
provocado que la madera se hinchara y pesaba el doble de lo habitual.
Entrar por
aquella puerta era como evadirse de la realidad del exterior. Era un habitáculo
no demasiado amplio donde se respiraba un aire viciado y lúgubre por la escasa
iluminación, que iba y venía a su antojo, dependiendo de cuantos proyectiles
cayeran aquel día en las cercanías. En el interior había un ínfimo mobiliario
del que no cabía destacar ni tan siquiera las sillas y mesas de madera de roble
desgastadas por el paso del tiempo.
Lo más
llamativo de aquel lugar era que todos sonreían, aplaudían y silbaban como si
formaran parte de una gran fiesta. Localicé al capitán, le entregué el mensaje
y dijo que me tomara un descanso. Avancé unos metros entre un grupo de
oficiales que me tapaba la visión y entonces pude verle, estaba al fondo de la
sala de pie contando una de sus numerosas historias. Sin más me puse escucharle
como los demás, tal y como lo haría a partir de ese momento siempre que tenía
ocasión.
Al poco
tiempo un sonido atronador hizo que interrumpiera su relato. Era la tercera
incursión de la aviación alemana aquel día. Esta vez las bombas habían caído
demasiado cerca de nuestra posición.
Llevábamos
más de dos años sin poder ver otra cosa que no fuera aquella trinchera por la
que no entraba ni el más mínimo rayo de sol. Aquello nos iba debilitando física
y psicológicamente día tras día.
El
continente europeo se hallaba inmerso en la más devastadora de las guerras
conocidas hasta el momento. La llamaban la Gran Guerra ya que, hasta entonces,
nunca un conflicto bélico había unido a tantas naciones en una disputa.
Un frente de
ochocientos kilómetros se extendía desde el Canal de la Mancha hasta Suiza,
dividiendo la zona germana de la anglo—francesa. Todo estaba organizado en
posiciones defensivas, trincheras, cubiertas con alambradas y campos minados.
Se excavaban kilómetros de fosos que se protegían con sacos terreros,
alambradas y una gran cantidad de ametralladoras.
El Estado
mayor alemán pensaba acabar la guerra en seis meses aplicando el plan
Schlieffen, elaborado quince años antes, que centraba el objetivo fundamental
del ataque en la invasión de Francia a través de Bélgica, desbordando las
defensas francesas del norte. Pero sus cálculos fueron erróneos. La guerra
duraba ya más de dos años y no había atisbo alguno de que fuera a concluir.
A partir de
ese día pude comprobar que solo un hecho o, mejor dicho, una persona, mantenía
nuestro ánimo a flote: las historias con las que nos hacía soñar todas las
noches el teniente del ejército británico, James Henson. Nunca había conocido
semejante personaje, era el clásico aventurero del que solo oyes hablar en las
novelas de aventuras.
sábado, 15 de julio de 2017
Fragmento Las brumas del Tamesis
El silencio de la mañana solo era alterado por el ligero
vuelo de algún ave o el fuerte ladrido de algún perro al pasar junto a sus
granjas.
El carruaje nos llevó hasta la orilla derecha del Támesis a
medio camino entre Oxford y Reading. Teníamos previsto pasar allí toda la
jornada. Era una apacible zona donde se divertían los fines de semana muchos
londinenses.
Bajamos del carruaje y atravesamos por el sendero que
conducía entre los robles centenarios. Los primeros rayos de sol al fin
hicieron acto de presencia adentrándose entre las nubes y aminorando aquella
bruma que comenzó a dejarnos ver una espléndida mañana en aquel extenso humedal.
Al llegar a la amplia pradera junto a la orilla, observamos
cómo una gran multitud se agolpaba sentada sobre el césped: muchas familias
habían madrugado incluso más que nosotras. Aún no había llegado agosto, pero el
ambiente festivo impregnaba hasta el más recóndito rincón de aquella ribera.
Era un espectáculo digno de ser plasmado en el mejor de los lienzos.
Los niños correteaban gritando sin parar mientras sus
padres descansaban plácidamente; las familias se divertían charlando sentadas
sobre amplias mantas y las parejas se besaban a escondidas bajo las enormes
copas de los arboles, mientras las ardillas correteaban sobre sus ramas. Los
pájaros entonaban su dulce canto y de un colorido prado nos llegaba un intenso
olor a violetas.
En la orilla había un pequeño embarcadero donde se
alquilaban botes de remo para navegar por sus aguas; a su derecha un amplio
grupo de estudiantes llevaba sobre sus hombros un par de piraguas con las que
entrenaban para las regatas. Dada su cercanía dedujimos que podrían pertenecer
a la Universidad de Oxford.
Justo en ese mismo momento fue cuando le vi por primera
vez. Se encontraba con un amplio grupo en el margen izquierdo del prado,
llevaba una elegante chaqueta de color gris oscuro y un chaleco de color crema
del que colgaba una preciosa leontina de oro que sujetaba un espléndido reloj
de bolsillo. Sus ojos azul cobalto me hipnotizaron al instante y su preciosa
sonrisa irradiaba tanta vitalidad que no podías dejar de mirarle. Tenía un fino
bigote muy acorde con la moda de aquellos tiempos. Creo que era lo que menos me
gustaba de él, pues prefería los hombres sin vello, aunque he de reconocer que
no le sentaba nada mal.
—Podríamos sentarnos en aquella zona—propuse señalando un
pequeño claro cercano donde se encontraba—. Allí corre la brisa con más fuerza.
La señora Fizzwater no puso ninguna objeción y dispusimos
dos amplias mantas donde colocamos las cestas de mimbre que habíamos traído. Al
tocar el césped, descubrimos que todavía estaba húmedo fruto del rocío de la
mañana.
Samantha abrió una pequeña silla de madera de nogal que
Lady Emma guardaba para aquellas ocasiones.
Cuando lo dispusimos todo, estuve observándole un buen rato
hasta que se levantó y se dirigió con un par de amigos al embarcadero. Se
subieron a una de las barcas y comenzaron a remar río abajo. Sin pensarlo dos
veces me levanté al instante.
—Vamos a pasear en barca—le propuse a mi amiga.
—¡Pero si me mareo enseguida!
—Venga, Samantha—dije tirando de sus manos para que se
levantara—. Será divertido.
Conseguí convencerla y alquilamos un bote. Mi hermana no
quiso venir y se quedó con Lady Emma.
No había remado en toda mi vida y a pesar de las
indicaciones del barquero, aquello no resultaba nada fácil. Comencé a blandir
los remos de arriba abajo sin el más mínimo ritmo aparente y la barca apenas se
movía de su ubicación. Por suerte, aquella mañana el agua parecía una balsa de
aceite y aquello facilitó un poco mi labor.
Samantha se negó en rotundo a coger los remos y cuando giré
la cabeza ya se habían alejado sin posibilidad de alcanzarlos. Al fondo se
escuchaba el incesante rugido de una exclusa cada vez que sus aguas cambiaban
de nivel.
Sin embargo, aquel se convirtió en mi día de suerte. Se
dieron la vuelta y remaron en dirección hacia el lugar donde nos encontrábamos
y justo cuando pasaban por nuestro lado los rayos de sol le deslumbraron. Puso
la mano sobre los ojos para ocultarlos, giró su cabeza y nuestras miradas se cruzaron
por primera vez. En ese momento me dedicó la mejor de sus sonrisas. Fueron tan
solo unos segundos, como cuando una estrella fugaz atraviesa el cielo, pero el
tiempo suficiente para no poder apartarle de mi mente.
Dejé de mover los brazos y le devolví la sonrisa. Entonces
se me escapó el remo derecho y al intentar atraparlo caí de bruces al agua. Me
invadió el pánico y comencé a bracear nerviosa intentando agarrar la barca.
Samantha me tendió la mano, pero en aquel meandro la
corriente arrastraba la barca en dirección contraria y comprobé desesperada
cómo se alejaba sin poder alcanzarla. Escuchaba los gritos de mi amiga pidiendo
ayuda mientras me hundía sin remedio alguno.
Es lo último que recuerdo hasta que desperté medio
inconsciente a la orilla del rio rodeada por una gran multitud. Al abrir los
ojos sentí unas diminutas gotas que caían incesantemente sobre mi cara; era el
agua que se deslizaba por los rizos de su cabello mientras me dedicaba una
amplia sonrisa.
—¿Te encuentras bien?—preguntó con una potente voz aguda.
Incapaz de articular palabra, solo pude asentir con la
cabeza y devolverle la sonrisa. Fue entonces cuando llegó un medico que se
encontraba entre el gentío y desapareció sin que pudiera agradecérselo.
Un momento después apareció Lady Emma y dijo:
—¡No te da vergüenza! ¡No volverás a acompañarme nunca
más!—se dio media vuelta y avisó al cochero.
II
Subí en la diligencia que cubre el recorrido desde las
afueras de Londres y me bajé en Portobello Road.
La parada estaba en un cruce de caminos, donde los raíles
del tranvía se alejaban en diagonal partiendo la ciudad en dos mitades que
representaban pasado y futuro.
A la derecha, el mundo nuevo que nacía representado por el
tranvía, y la izquierda, el antiguo que se destruía personificado en los coches
de caballo.
La mezcla entre tradición y vanguardia era una constante en
aquellos días; a las grandes diferencias en los medios de transporte se unían
las de la iluminación.
La vía principal disponía de la recién estrenada
instalación eléctrica, mientras que en las calles adyacentes todavía pervivían
las luces de gas donde los operarios del ayuntamiento encendían y apagaban las
farolas a diario.
Más de media ciudad se había levantado aquel día con la
intención de realizar sus compras. Era increíble la cantidad de gente que
recorría las calles un sábado por la mañana cuando todavía no habían abierto
los comercios.
Portobello era un animado barrio repleto de tenderetes
donde los comerciantes vendían a grito pelado todo tipo de artículos: aperos,
viandas, textiles, artesanía y antigüedades.
Un intenso olor a melocotón y a fresas me llegó de un
puesto cercano. Al aproximarme, descubrí unos pequeños sacos llenos de
guindillas picantes. Un tipo con el rostro picado por la viruela me sobresaltó
cuando gritaba:
—¡Las mejores botas de la ciudad!
Me giré hacia él y comprobé que eran horribles.
Estuve recorriendo los puestos durante un buen rato, pero
no encontraba nada que llamara especialmente mi atención. Al finalizar el
mercadillo pasé junto a un escaparate que me hizo detenerme al instante. Las
cajas de música que presidían su vitrina principal eran auténticas obras de
arte. Me llamó la atención una mandolina en la que una bailarina vestida con
una malla de color blanco danzaba una rítmica melodía.
Sus diseñadores habían cuidado hasta el más mínimo detalle:
el colorido del tutú, el suave escorzo de la muñeca al bailar, su gesto de
dulzura al escuchar la música y la elegante caja de nácar que recubría su
entorno.
Di media vuelta y me dirigí hacia la zona de teatros del
West End, el corazón del arte londinense. Mientras recorría la calle no dejaba
de mirar en derredor: los ingeniosos carteles publicitarios, el improvisado
discurso de los comerciantes ambulantes, la aparatosa niebla que no concedía ni
un solo momento de respiro y el incesante murmullo de la gente subiendo y
bajando por aquella multitudinaria ciudad.
Me detuve a mirar los teatros y comprobé que habían
estrenado varias operas interesantes, de entre todas sobresalía una
especialmente: La Boheme de Puccini.
Me moría de ganas de ver aquella representación.
De repente escuché un fuerte murmullo al fondo de la calle
que iba en aumento conforme me acercaba.
—¿Qué
ocurre allí?—pregunté a una señora que regresaba en dirección opuesta con sus
hijas de la mano.
—Es el
desfile de la Guardia Real.
—¡Claro!—exclamé
tapándome la cara con las manos. Lo había olvidado por completo.
Tenía tiempo más que suficiente antes de regresar a casa,
así que decidí acercarme y contemplar los elegantes uniformes de nuestro
flamante ejército. Había acudido en un par de ocasiones al desfile, pero
llevaba varios años sin hacerlo.
Una interminable multitud de personas aguardaba su llegada
como todos los años.
Tras aguantar a unos tipos que no me dejaban ver nada y
recibir un par de codazos encontré un resquicio y me coloqué en primera fila. A
ambos lados de la calle había personas de todas las edades que acudían junto a
sus familias.
Al fondo comenzó a oírse un gran murmullo. A paso lento se
fue acercando la reina Victoria dentro de su elegante carroza real saludando a
diestra y siniestra con una gran sonrisa. A pesar de sus esfuerzos, los años no
pasaban en balde y se le notaba tremendamente fatigada para aquellas
celebraciones; no en vano, era la reina más longeva de la historia de nuestro
país. Custodiaban la carroza varios lanceros montados a lomo de sus caballos con
brillantes corazas y cascos blancos. Junto a ellos desfilaba el regimiento de
granaderos con sus bearskin, unos gorros altos de color negro hechos de piel de
oso que hacían las delicias de los niños. Era la primera vez que conseguía ver
a la reina en persona y me causó una grata impresión; las veces anteriores
apenas había podido ver la carroza de refilón.
Vi a un par de críos con gorras mugrientas que no paraban
de merodear entre la gente, así que agarré con fuerza mi caja de música y la
resguardé todo cuanto pude.
—Tenga cuidado con esos dos—dijo una anciana que acudía con
su marido.
Al fondo se oía sin cesar la banda de música del ejército
que amenizaba el desfile. Unos momentos después, resonaron vítores y aplausos y
apareció el regimiento de los Highlanders con sus deslumbrantes gaitas. Siempre
eran recibidos con enorme júbilo por el público, pues aquellos instrumentos
seguían haciendo las delicias de cientos de niños y no tan niños.
Cuando llegaron a mi altura pude contemplar su espléndida
vestimenta, el Kilt, formado por una falda a cuadros verde y morada,
camisa blanca y un tirante de tela del mismo color sujetado con un broche por
encima del hombro. Una espléndida correa a la cintura y una taleguilla negra al
cinto. Completaba su conjunto una boina con una borla encarnada en el centro de
la parte superior.
El oficial de mayor graduación caminaba al frente
dirigiendo la banda con su bastón de mando girándolo al ritmo de la música
mientras las gaitas no paraban de sonar.
A mediación de la fila me pareció distinguir un rostro
familiar. A pesar del tiempo que llevaba sin verle y que el traje y la boina me
confundieron durante unos instantes le reconocí enseguida: era el mismo joven
del que me enamoré perdidamente aquella mañana en el Támesis.
En aquel momento fue como si el tiempo se detuviese. Me
quedé completamente paralizada, sin poder dejar de mirarle.
Ahora que por fin le tenía tan cerca que casi podía tocarle
alargando la palma de mi mano, pude comprobar lo increíblemente apuesto que
estaba con el traje.
Tengo que
reconocer que llegó el momento en que ya no oía ni el desfile. Se había
convertido en un susurro lejano del que no distinguía ni la más mínima palabra.
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