Aquel día
corría tan deprisa por aquel laberinto de trincheras que se entrecruzaban unas
con otras, que no sentía los músculos de las piernas agarrotados por la fuerte
humedad. El agua llegaba en muchas zonas hasta la altura de las rodillas y
hacía empeorar la situación aún más. A cada paso escuchaba el sonido de las
ametralladoras que no paraba de cesar y las bombas de la aviación alemana que
caían a poca distancia. Llevaba varios días lloviendo sin parar y el agua había
provocado que las zanjas estuvieran recubiertas de lodo y barro, provocando
numerosas enfermedades. No todos morían por algún disparo enemigo en aquella
contienda, las bajas por enfermedad se contaban por miles.
Llegué justo
a un cruce de caminos donde no sabía qué dirección tomar y pregunté a un
oficial.
—¡Eh,
amigo!—grité—Traigo un mensaje urgente para el capitán Wilcox.
—¿Cómo dice?
No había
forma de entenderse en aquel lugar por el sonido atronador de los proyectiles.
—¡La sala de
oficiales!—repuse aún con más fuerza.
—¡La
encontrará en el siguiente cruce!—respondió cuando escuchamos el grito
desgarrador de un soldado que caía abatido desde el puesto de la ametralladora
por los disparos de la artillería alemana. Fuimos a socorrerle, pero ya era
tarde. La metralla le había alcanzado en pleno rostro.
Por
desgracia, aquella escena formaba parte del día a día, nos despertábamos por
las mañanas sin saber si volveríamos a ver al compañero con el que compartíamos
litera.
Al llegar a
la siguiente trinchera había un grupo de soldados colocándose las mascaras
antigás para realizar un ataque contra las defensas alemanas. Hacía pocas
semanas que se habían introducido en el frente las armas químicas, así que
aquella guerra podía acabar aun peor de lo que había comenzado. Por fin un
soldado me indicó que al final de la trinchera se encontraba la sala que
buscaba. Cuando llegué tuve dificultades para abrirla, pues la humedad había
provocado que la madera se hinchara y pesaba el doble de lo habitual.
Entrar por
aquella puerta era como evadirse de la realidad del exterior. Era un habitáculo
no demasiado amplio donde se respiraba un aire viciado y lúgubre por la escasa
iluminación, que iba y venía a su antojo, dependiendo de cuantos proyectiles
cayeran aquel día en las cercanías. En el interior había un ínfimo mobiliario
del que no cabía destacar ni tan siquiera las sillas y mesas de madera de roble
desgastadas por el paso del tiempo.
Lo más
llamativo de aquel lugar era que todos sonreían, aplaudían y silbaban como si
formaran parte de una gran fiesta. Localicé al capitán, le entregué el mensaje
y dijo que me tomara un descanso. Avancé unos metros entre un grupo de
oficiales que me tapaba la visión y entonces pude verle, estaba al fondo de la
sala de pie contando una de sus numerosas historias. Sin más me puse escucharle
como los demás, tal y como lo haría a partir de ese momento siempre que tenía
ocasión.
Al poco
tiempo un sonido atronador hizo que interrumpiera su relato. Era la tercera
incursión de la aviación alemana aquel día. Esta vez las bombas habían caído
demasiado cerca de nuestra posición.
Llevábamos
más de dos años sin poder ver otra cosa que no fuera aquella trinchera por la
que no entraba ni el más mínimo rayo de sol. Aquello nos iba debilitando física
y psicológicamente día tras día.
El
continente europeo se hallaba inmerso en la más devastadora de las guerras
conocidas hasta el momento. La llamaban la Gran Guerra ya que, hasta entonces,
nunca un conflicto bélico había unido a tantas naciones en una disputa.
Un frente de
ochocientos kilómetros se extendía desde el Canal de la Mancha hasta Suiza,
dividiendo la zona germana de la anglo—francesa. Todo estaba organizado en
posiciones defensivas, trincheras, cubiertas con alambradas y campos minados.
Se excavaban kilómetros de fosos que se protegían con sacos terreros,
alambradas y una gran cantidad de ametralladoras.
El Estado
mayor alemán pensaba acabar la guerra en seis meses aplicando el plan
Schlieffen, elaborado quince años antes, que centraba el objetivo fundamental
del ataque en la invasión de Francia a través de Bélgica, desbordando las
defensas francesas del norte. Pero sus cálculos fueron erróneos. La guerra
duraba ya más de dos años y no había atisbo alguno de que fuera a concluir.
A partir de
ese día pude comprobar que solo un hecho o, mejor dicho, una persona, mantenía
nuestro ánimo a flote: las historias con las que nos hacía soñar todas las
noches el teniente del ejército británico, James Henson. Nunca había conocido
semejante personaje, era el clásico aventurero del que solo oyes hablar en las
novelas de aventuras.
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