—¡Por aquí! —exclamó el contacto que estaba
esperando. Abrió una puerta que no habían visto antes y los condujo por una
amplia estancia hasta llegar a un pequeño mural.
—Esperad un momento —fue hasta la ventana y se
asomó por última vez. Aun no había amanecido y todo estaba en silencio; no
encontrarían un mejor momento para escapar—. ¿Recordáis el camino?
Los dos asintieron impacientes, habían
estudiado el mapa durante toda la noche.
Abrió el pasadizo secreto que había tras el
mural, les deseó buena suerte y cerró la puerta a sus espaldas.
Una galería de estrechos pasadizos se extendía
durante kilómetros bordeando las habitaciones del palacio. En el interior se
respiraba un aire viciado, parecía que nadie se adentraba por allí desde hacía mucho
tiempo.
—No vayas tan rápido o te perderé —dijo la
pelirroja al comprobar que estaba tan oscuro como la boca de un lobo.
—Agárrate a mí y no habrá problemas —le
respondió sosteniendo una pequeña tea en la mano que apenas iluminaba a dos
palmos de distancia.
Todo permanecía en silencio mientras
atravesaban las entrañas del palacio, al otro lado todos dormían sin tan
siquiera imaginar lo que allí estaba sucediendo.
—¿Crees que encontraremos el lugar exacto con
esta oscuridad?
—Por muy larga que sea la galería en algún
lugar tiene que acabar.
La pelirroja respiró hondo sin tenerlas todas
consigo.
Prosiguieron por un estrecho corredor que
serpenteaba de un lado a otro y descendía lentamente. Luego, llegaron a una
bifurcación donde había dos caminos.
—A la izquierda. Lo recuerdo a la perfección.
El camino continuó descendiendo hasta unas
pequeñas pozas que estaban inundadas.
—¿Qué es esta agua?
—El lago ha inundado los sótanos del palacio.
Con el agua hasta la cintura y un intenso frío
tuvieron que ralentizar la marcha, continuaron avanzando hasta que por fin dejó
de cubrirles.
—¿Has oído eso? —susurró agarrando con fuerza
su brazo.
Unos gritos de dolor rompieron el profundo
silencio de la noche. En aquel estrecho pasadizo, el sonido se acrecentaba por
mil. Un instante después se oyeron fuertes pasos a la carrera.
—¡Corre! —exclamó volviéndose hacia ella—. Nos
han descubierto.
—¿Y los gritos?
—Han debido torturar a nuestro hombre antes de
hacerle hablar.
Ella emitió un grito de espanto.
Al fondo del corredor, divisaron una tenue luz
que parecía provenir de la calle. Era el reflejo de una pequeña verja que
cerraba el paso sobre sus cabezas.
—Sujeta la teja —le dijo extendiendo su mano—.
Intentaré abrirla.
—¡Date prisa! —respondió al oír como los pasos
se acrecentaban—. Nos están pisando los talones.
Con todas sus fuerzas, agarró la reja y la
zarandeó de un lado a otro. Tras unos instantes acabó cediendo, la humedad de
la laguna había hecho que la tierra se ablandase.
—¡Vamos! ¡Sube! —dijo colocando sus manos en
forma de cuña.
Cuando llegó arriba, le tendió la mano y lo
ayudó a subir. Luego, volvió a colocar la reja en la misma posición.
A aquellas horas, las calles estaban
completamente desiertas. Subieron por una larga calle de casas adosadas y
escucharon un sonido metálico a sus espaldas.
—Han abierto la reja.
En la siguiente calle vieron una puerta entreabierta.
La pelirroja se soltó de la mano y corrió desesperada hacia la entrada.
—¡Ayúdenos! ¡Por favor!
Sin mediar palabra cerraron la puerta en sus
narices.
—Es inútil —aseguró volviendo a coger su
mano—. Aquí nadie nos ayudará.
La
calle dio paso a una plaza de infausto recuerdo para ellos, en el centro había
una enorme tribuna que la presidía. Al pasar a su lado no quisieron ni mirarla.
A lo lejos, se divisaban las últimas viviendas
de la ciudad; un elegante barrio de clases acomodadas dio paso al extrarradio. Finalmente,
dejaron a un lado una gigantesca necrópolis y se encaminaron hacia la ladera de
una montaña.
—¿Hacia dónde? —preguntó ella, tras detenerse
un instante.
Al fondo se escuchaban voces. El grupo que los
perseguía se había dividido en dos y les cortaba el paso.
—Esos perros jamás se detendrán, conocen el
camino a la perfección.
Sin otra alternativa, ascendieron por la
montaña que había frente a ellos.
—No puedo más —afirmó exhausta tras caerse por
segunda vez en veinte metros—. Continúa tú.
—Ni lo sueñes, cariño —le contestó su
acompañante forzando una sonrisa—. Estamos juntos en esto.
Al llegar a la cumbre, descubrieron un
gigantesco cráter. En su interior, la lava se agitaba provocando numerosas
erupciones que se repetían una y otra vez. Un intenso olor a azufre y a huevos
podridos amplificado por el fuerte calor hacía el aire irrespirable. Aquella
parecía la entrada al infierno.
—¡Allí! —dijo señalando al otro lado de la
montaña—. El bosque es nuestra única salvación. Si conseguimos alcanzarlo, los
perderemos de vista.
Al mirar hacia abajo vieron cómo los perros
continuaban ascendiendo la ladera de la montaña sin descanso portando sus
enormes báculos.
—Tendremos que bordear el cráter hasta el otro
lado.
Ella cogió aire y volvió a darle la mano.
Unos metros más adelante la tierra era tan
blanda fruto del intenso calor que resbaló en una pequeña hendidura y cayó al
vacío sin darle tiempo para reaccionar.
—¡Agárrate a mí! —le gritó cogiéndola por el
antebrazo mientras quedaba suspendida en el aire. Cientos de metros más abajo
la lava se agitaba nerviosa provocando numerosas explosiones.
Con un esfuerzo sobrehumano, agarró la otra
mano y consiguió que comenzara a subir lentamente. Pero, un instante después,
las manos comenzaron a sudar fruto del asfixiante calor y comenzó a resbalarse.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ahora
no, pelirroja!—repetía desesperado viendo cómo sus dedos apenas ya tocaban los
suyos—. Lo teníamos tan cerca.
La mano se soltó y la vio caer al cráter
mientras la escena se repetía en su mente una y otras vez.
Unos segundos después, sintió un fuerte golpe
en la cabeza. Antes de perder la conciencia pudo ver como un tipo que sostenía
un enorme báculo se quitaba la máscara de chacal. Era uno de los hijos de Anubis.
II
Dos
días después regresaba de la clase de historia que impartía en una academia de
Brooklyn, el director continuaba sin confirmarle la renovación de su contrato y
el futuro se tornaba incierto. A Manuel no le cogía por sorpresa, ya que en
aquella ciudad a poca gente le interesaba la historia, y a sus clases cada vez
acudían menos alumnos; en varias ocasiones se había planteado emigrar a Europa
donde aquella materia todavía se consideraba imprescindible en la educación de
los alumnos. A los americanos parecía interesarles muy poco su enseñanza,
probablemente fruto de su corta historia. A pesar de ello muchos estudios de
Hollywood continuaban realizando guiones en los que se relataban los hechos más
importantes acaecidos en los últimos trescientos años.
Se
dirigía al metro cuando oyó el incesante silbido de otro mensaje en su
teléfono. Lo sacó de su chaqueta e intentó adivinar de dónde provenía esta vez:
Instagram, Facebook, Twitter, Google o Whatsapp. Algunas veces solía jugar a ese juego antes de mirar la
pantalla, aunque nunca solía acertar.
Cuando
abrió el mensaje, descubrió que era el mismo tipo que le había enviado el
correo dos días antes. Para disuadirlo, le había enviado una tarjeta del
Waldorf Astoria en la que lo invitaba a un cátering donde acudirían los más
reputados investigadores tras la conferencia.
Mientras
miraba por la ventanilla del metro, comenzó a considerar la oferta. En aquellos
cátering solían servir buena comida y necesitaba ampliar su círculo de
influencia si quería conseguir un buen empleo.
Al
bajar del metro contestó al mensaje afirmativamente, era la mejor propuesta que
le habían ofrecido aquel fin de semana; había roto con su pareja el mes
anterior y no le quedaban ni cinco dólares en la cartera para salir de fiesta.
Aquel
fin de semana, un fuerte aguacero arreciaba en el exterior. Manuel observaba
desde su ventana cómo una enorme cortina de agua no dejaba de caer y los
truenos se repetían una y otra vez; esperaba que aquello no fuera un mal
presagio de lo que le aguardaba aquella tarde.
Estuvo
rebuscando en el armario y se vistió para la ocasión con un pantalón de pinzas
color negro, una camisa de seda celeste que guardaba para las grandes ocasiones
y una corbata ajedrezada que combinaba el verde con el lila.
Cuando
iba a salir, cogió la gabardina color beis que había comprado en una tienda de
segunda mano y un sombrero de ala ancha que lo resguardara de la lluvia.
Tenía
gran interés en conocer quién organizaba aquel evento, no sabía si sería algún
excéntrico millonario o algún mecenas amante de la historia.
Bajó
hasta la calle, sorteó varios charcos y subió al automóvil. A continuación, se
frotó las manos por el intenso frío y encendió la calefacción; cada vez que lo
hacía el coche desprendía un fuerte olor a gasoil.
Atravesó
media ciudad hasta llegar a Manhattan y dejó el coche en el garaje del hotel
tras preguntarle al botones si podía hacerlo. El tipo lo miró de arriba abajo,
comprobó su nombre en la lista y le respondió afirmativamente.
Al
salir del coche, le pareció ver una cara conocida esperando junto al ascensor
que subía al hall.
—¡Juan!
—exclamó cuando se disponía a entrar por la puerta.
—¿Tú
también estas invitado? —le preguntó con una sonrisa socarrona y le estrechó la
mano—. Ya veo que el nivel que exigen no es demasiado alto.
—Claro.
Estas tú aquí.
Ambos
soltaron una carcajada. Manuel apretó el botón y se cerraron las puertas.
—¿Tienes
idea de quién organiza esto?
Juan
sacudió la cabeza.
—¿A
qué peluquero vas últimamente? —le preguntó Juan al comprobar que Manuel se
había rapado al cero. Aquel corte no favorecía demasiado su rostro anguloso,
del que tan solo destacaban sus intensos ojos verdes.
—Me
lo hice yo mismo. Estaba cansado de tanta gomina.
Al
llegar al hall, el recepcionista les indicó que debían dirigirse a la sala de
reuniones que se encontraba en la primera planta. Allí, les recibió la
organizadora del evento, una morena de profundos ojos celestes que vestía un elegante
traje de chaqueta malva y desprendía una suave fragancia a magnolias.
—Bienvenidos
—los saludó con una amplia sonrisa—. Soy la doctora Hutchison, directora del
museo de antropología de Chicago. Espero que esta noche todo sea de su agrado.
—Por
supuesto que lo será —contestó Manuel mirándola con una sonrisa pícara.
—Mi
ayudante les informará del evento —dijo señalando una mesa donde una joven
becaria tomaba notas rodeada por varios invitados.
—Esto
no empieza nada mal —le dijo Manuel a Juan mientras se dirigían a la mesa.
—¿Es
que no has visto el anillo de casada?
—¿Y
tú no has visto cómo me miraba?
—No
tienes arreglo, amigo.
—La
vida son dos días —respondió situándose tras un tipo alto y grueso al que la
secretaria estaba acreditando.
La
conferencia de aquel día la conformaban cinco expertos relacionados con
diferentes ámbitos de las Ciencias Sociales. A Manuel le tocó presentar su
ponencia en cuarto lugar.
Todos
tuvieron que esperar en una sala contigua hasta que les llegó su turno. El
primer conferenciante subió al estrado y comenzó a explicar los últimos
descubrimientos que se habían realizado sobre la escritura maya, el hallazgo de
unas nuevas tablas había supuesto un avance considerable.
El
siguiente sostenía la teoría de que en Alaska había existido una importante
civilización dos mil años atrás y que las bajas temperaturas habían borrado
todas sus huellas.
Más
lejos llegaba un japonés que afirmaba que los restos subacuáticos hallados en
las cercanías de la isla de Okinawa pertenecieron sin lugar a dudas a la
Atlántida. Para ello se apoyaba en las referencias que Homero realizaba de una
gran civilización más allá del río Hindo.
Mientras
los escuchaba Manuel pensaba que o aquella reunión estaba a la vanguardia de
todas las que se habían celebrado hasta el momento o era la mayor reunión de
frikis a la que había asistido en su carrera. Sin embargo, aquello le dio alas
para considerar su teoría la más plausible de todas las que se exponían en la
reunión.
—Señoras,
señores —anunció dirigiéndose a los presentes tras ponerse las gafas y mirar al
frente sin levantar demasiado la vista. Nunca le había gustado demasiado hablar
en público, pero vencía su timidez con la enorme pasión que sentía por aquella
materia.
—Ha
llegado la hora de dar un paso más en los métodos de investigación. Gracias a
las nuevas tecnologías podemos buscar restos de civilizaciones donde hace años
era una quimera poder encontrarlas.
Sacó
un puntero láser de su chaqueta, y con una intensa luz roja enfocó la
diapositiva situada en la enorme pantalla que tenía a su espalda.
—Guatemala
—dijo en voz alta, señalando una tupida selva—. Aquí se puede distinguir el
contorno de una enorme ciudad desaparecida hace siglos.
Un
gran murmullo se oyó en la sala.
—¿Cómo
está tan seguro? —preguntó un tipo alto y delgado sentado en la segunda fila.
—Tanto
el satélite como la cartografía no dejan lugar a dudas. Una extensión tan
amplia de muros de adobe tan solo puede ser una gran urbe.
—¿Ha
estado usted allí? —preguntó una nueva voz.
Manuel
puso la palma de la mano sobre sus ojos intentando averiguar quién le hablaba,
la intensa luz no le dejaba ver con claridad.
—Estos
nuevos métodos solo son una farsa —afirmó la misma voz desde el fondo de la
sala.
—A
las mismas críticas se enfrentaron los grandes descubridores durante siglos —se defendió.
—Si cree
firmemente en su teoría, ¿por qué no va
hasta allí y lo demuestra? —le increpó.
—Se
necesita un gran equipo para ello y no dispongo de la financiación necesaria.
La
pantalla se apagó, el reproductor emitió un ligero click y se proyectó la
siguiente fotografía. La imagen había sido tomada desde el satélite y tan solo
se distinguían dos pequeñas estructuras escalonadas en medio de una zona
desértica.
—En
el desierto del Rub al Jali, en la Península Arábiga, se han descubierto dos
zigurat.
—Se
forman grandes dunas de arena en esa zona —aseguró un elegante tipo de tez
morena sentado en la primera fila.
—Cierto
—respondió Manuel—. Pero en este caso la formación ha continuado siendo la
misma durante semanas.
—Soy
árabe, amigo, y se muy bien de lo que hablo. Las dunas mantienen su forma
durante meses si no se producen nuevas tormentas de arena.
—¿No
tiene nada mejor que ofrecer? —volvió a preguntar el tipo del fondo de la sala.
—Muchas
gracias por su atención —dijo Manuel de forma repentina.
La
secretaria que proyectaba las diapositivas lo miró sin entender nada. Manuel le
hizo un gesto y decidió no mostrar la última fotografía que tenía programada.
Era su mayor descubrimiento, pero decidió no compartirla en público.
Bajó
del estrado y permaneció allí cabizbajo, pensando que no debería haber asistido
al evento; ni tan siquiera escuchó al último conferenciante. Mientras estaba
sentado recibió un mensaje por facebook
de la misma persona que lo había invitado a la ponencia, en el que se leía: «Bien hecho.»
Cuando
la conferencia acabó, todos pasaron al salón contiguo. Los camareros fueron
sirviendo canapés recubiertos de beluga iraní, cebiche con salsa de lima y
esturión del mar negro.
El
salón estaba dividido en una infinidad de pequeños grupos que charlaban y reían
sin parar; la conferencia había sido todo un éxito.
Juan
se acercó con una copa de vino en la mano.
—Si
lo piensas bien, no ha estado tan mal. Tan solo te han rebatido tres personas.
¿No fue en New Jersey donde te lanzaron tomates?
—No
me lo recuerdes.
La
doctora Hutchinson se acercó y se unió a la conversación.
—Sus
hipótesis son de lo más interesante —sostuvo probando un canapé.
Manuel
frunció el ceño, no sabía si se estaba burlando o si realmente estaba
interesada en su trabajo.
—Gracias
—respondió tras sopesarlo unos instantes—. ¿Es usted de Nueva York?
—No,
soy de Texas, pero divido mi tiempo entre Chicago y Nueva York.
—Quizás
le interese charlar sobre mis teorías alguna noche.
Juan
no pudo reprimir una sonrisa.
—En
realidad el interesado es mi marido —dijo señalándole tras verle aparecer—. Por
allí viene.
—Un
placer conocerlos —aseguro el señor Hutchinson saludando a Juan y Manuel—. Sigo
su trabajo desde los dos últimos años y creo que es brillante.
Manuel
se quedó sorprendido al escuchar sus palabras, jamás imagino recibir elogios
después de aquella accidentada conferencia. El tipo continuó enumerando las
investigaciones de Manuel durante un buen rato.
De
repente, algo hizo que su rostro se ensombreciera.
—¡Un
momento! —lo interrumpió al reconocer aquella voz—. ¿No es usted el que ha
intentado desacreditarme desde el fondo de la sala?
Hola Robert, estaba a punto de enviarle mi propuesta para traducir su libro al italiano, pero el libro desapareció del sitio (Traduzionelibri). Si aún quiere traducirlo, contácteme en sendme1212@yahoo.com. Mi nombre es Anna Brancaleon
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