domingo, 16 de julio de 2017

Fragmento El legado perdido



«Nos conocimos en marzo o abril del año quince, no lo recuerdo con exactitud.
Aquel día corría tan deprisa por aquel laberinto de trincheras que se entrecruzaban unas con otras, que no sentía los músculos de las piernas agarrotados por la fuerte humedad. El agua llegaba en muchas zonas hasta la altura de las rodillas y hacía empeorar la situación aún más. A cada paso escuchaba el sonido de las ametralladoras que no paraba de cesar y las bombas de la aviación alemana que caían a poca distancia. Llevaba varios días lloviendo sin parar y el agua había provocado que las zanjas estuvieran recubiertas de lodo y barro, provocando numerosas enfermedades. No todos morían por algún disparo enemigo en aquella contienda, las bajas por enfermedad se contaban por miles.
Llegué justo a un cruce de caminos donde no sabía qué dirección tomar y pregunté a un oficial.
—¡Eh, amigo!—grité—Traigo un mensaje urgente para el capitán Wilcox.
—¿Cómo dice?
No había forma de entenderse en aquel lugar por el sonido atronador de los proyectiles.
—¡La sala de oficiales!—repuse aún con más fuerza.
—¡La encontrará en el siguiente cruce!—respondió cuando escuchamos el grito desgarrador de un soldado que caía abatido desde el puesto de la ametralladora por los disparos de la artillería alemana. Fuimos a socorrerle, pero ya era tarde. La metralla le había alcanzado en pleno rostro.
Por desgracia, aquella escena formaba parte del día a día, nos despertábamos por las mañanas sin saber si volveríamos a ver al compañero con el que compartíamos litera.
Al llegar a la siguiente trinchera había un grupo de soldados colocándose las mascaras antigás para realizar un ataque contra las defensas alemanas. Hacía pocas semanas que se habían introducido en el frente las armas químicas, así que aquella guerra podía acabar aun peor de lo que había comenzado. Por fin un soldado me indicó que al final de la trinchera se encontraba la sala que buscaba. Cuando llegué tuve dificultades para abrirla, pues la humedad había provocado que la madera se hinchara y pesaba el doble de lo habitual.
Entrar por aquella puerta era como evadirse de la realidad del exterior. Era un habitáculo no demasiado amplio donde se respiraba un aire viciado y lúgubre por la escasa iluminación, que iba y venía a su antojo, dependiendo de cuantos proyectiles cayeran aquel día en las cercanías. En el interior había un ínfimo mobiliario del que no cabía destacar ni tan siquiera las sillas y mesas de madera de roble desgastadas por el paso del tiempo.
Lo más llamativo de aquel lugar era que todos sonreían, aplaudían y silbaban como si formaran parte de una gran fiesta. Localicé al capitán, le entregué el mensaje y dijo que me tomara un descanso. Avancé unos metros entre un grupo de oficiales que me tapaba la visión y entonces pude verle, estaba al fondo de la sala de pie contando una de sus numerosas historias. Sin más me puse escucharle como los demás, tal y como lo haría a partir de ese momento siempre que tenía ocasión.
Al poco tiempo un sonido atronador hizo que interrumpiera su relato. Era la tercera incursión de la aviación alemana aquel día. Esta vez las bombas habían caído demasiado cerca de nuestra posición.
Llevábamos más de dos años sin poder ver otra cosa que no fuera aquella trinchera por la que no entraba ni el más mínimo rayo de sol. Aquello nos iba debilitando física y psicológicamente día tras día.
El continente europeo se hallaba inmerso en la más devastadora de las guerras conocidas hasta el momento. La llamaban la Gran Guerra ya que, hasta entonces, nunca un conflicto bélico había unido a tantas naciones en una disputa.
Un frente de ochocientos kilómetros se extendía desde el Canal de la Mancha hasta Suiza, dividiendo la zona germana de la anglo—francesa. Todo estaba organizado en posiciones defensivas, trincheras, cubiertas con alambradas y campos minados. Se excavaban kilómetros de fosos que se protegían con sacos terreros, alambradas y una gran cantidad de ametralladoras.
El Estado mayor alemán pensaba acabar la guerra en seis meses aplicando el plan Schlieffen, elaborado quince años antes, que centraba el objetivo fundamental del ataque en la invasión de Francia a través de Bélgica, desbordando las defensas francesas del norte. Pero sus cálculos fueron erróneos. La guerra duraba ya más de dos años y no había atisbo alguno de que fuera a concluir.

A partir de ese día pude comprobar que solo un hecho o, mejor dicho, una persona, mantenía nuestro ánimo a flote: las historias con las que nos hacía soñar todas las noches el teniente del ejército británico, James Henson. Nunca había conocido semejante personaje, era el clásico aventurero del que solo oyes hablar en las novelas de aventuras.

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