sábado, 15 de julio de 2017

Fragmento Las brumas del Tamesis


I
El silencio de la mañana solo era alterado por el ligero vuelo de algún ave o el fuerte ladrido de algún perro al pasar junto a sus granjas.
El carruaje nos llevó hasta la orilla derecha del Támesis a medio camino entre Oxford y Reading. Teníamos previsto pasar allí toda la jornada. Era una apacible zona donde se divertían los fines de semana muchos londinenses.
Bajamos del carruaje y atravesamos por el sendero que conducía entre los robles centenarios. Los primeros rayos de sol al fin hicieron acto de presencia adentrándose entre las nubes y aminorando aquella bruma que comenzó a dejarnos ver una espléndida mañana en aquel extenso humedal.

Al llegar a la amplia pradera junto a la orilla, observamos cómo una gran multitud se agolpaba sentada sobre el césped: muchas familias habían madrugado incluso más que nosotras. Aún no había llegado agosto, pero el ambiente festivo impregnaba hasta el más recóndito rincón de aquella ribera. Era un espectáculo digno de ser plasmado en el mejor de los lienzos.
Los niños correteaban gritando sin parar mientras sus padres descansaban plácidamente; las familias se divertían charlando sentadas sobre amplias mantas y las parejas se besaban a escondidas bajo las enormes copas de los arboles, mientras las ardillas correteaban sobre sus ramas. Los pájaros entonaban su dulce canto y de un colorido prado nos llegaba un intenso olor a violetas.
En la orilla había un pequeño embarcadero donde se alquilaban botes de remo para navegar por sus aguas; a su derecha un amplio grupo de estudiantes llevaba sobre sus hombros un par de piraguas con las que entrenaban para las regatas. Dada su cercanía dedujimos que podrían pertenecer a la Universidad de Oxford.

Justo en ese mismo momento fue cuando le vi por primera vez. Se encontraba con un amplio grupo en el margen izquierdo del prado, llevaba una elegante chaqueta de color gris oscuro y un chaleco de color crema del que colgaba una preciosa leontina de oro que sujetaba un espléndido reloj de bolsillo. Sus ojos azul cobalto me hipnotizaron al instante y su preciosa sonrisa irradiaba tanta vitalidad que no podías dejar de mirarle. Tenía un fino bigote muy acorde con la moda de aquellos tiempos. Creo que era lo que menos me gustaba de él, pues prefería los hombres sin vello, aunque he de reconocer que no le sentaba nada mal.
—Podríamos sentarnos en aquella zona—propuse señalando un pequeño claro cercano donde se encontraba—. Allí corre la brisa con más fuerza.
La señora Fizzwater no puso ninguna objeción y dispusimos dos amplias mantas donde colocamos las cestas de mimbre que habíamos traído. Al tocar el césped, descubrimos que todavía estaba húmedo fruto del rocío de la mañana.
Samantha abrió una pequeña silla de madera de nogal que Lady Emma guardaba para aquellas ocasiones.
Cuando lo dispusimos todo, estuve observándole un buen rato hasta que se levantó y se dirigió con un par de amigos al embarcadero. Se subieron a una de las barcas y comenzaron a remar río abajo. Sin pensarlo dos veces me levanté al instante.
—Vamos a pasear en barca—le propuse a mi amiga.
—¡Pero si me mareo enseguida!
—Venga, Samantha—dije tirando de sus manos para que se levantara—. Será divertido.
Conseguí convencerla y alquilamos un bote. Mi hermana no quiso venir y se quedó con Lady Emma.
No había remado en toda mi vida y a pesar de las indicaciones del barquero, aquello no resultaba nada fácil. Comencé a blandir los remos de arriba abajo sin el más mínimo ritmo aparente y la barca apenas se movía de su ubicación. Por suerte, aquella mañana el agua parecía una balsa de aceite y aquello facilitó un poco mi labor.
Samantha se negó en rotundo a coger los remos y cuando giré la cabeza ya se habían alejado sin posibilidad de alcanzarlos. Al fondo se escuchaba el incesante rugido de una exclusa cada vez que sus aguas cambiaban de nivel.
Sin embargo, aquel se convirtió en mi día de suerte. Se dieron la vuelta y remaron en dirección hacia el lugar donde nos encontrábamos y justo cuando pasaban por nuestro lado los rayos de sol le deslumbraron. Puso la mano sobre los ojos para ocultarlos, giró su cabeza y nuestras miradas se cruzaron por primera vez. En ese momento me dedicó la mejor de sus sonrisas. Fueron tan solo unos segundos, como cuando una estrella fugaz atraviesa el cielo, pero el tiempo suficiente para no poder apartarle de mi mente.
Dejé de mover los brazos y le devolví la sonrisa. Entonces se me escapó el remo derecho y al intentar atraparlo caí de bruces al agua. Me invadió el pánico y comencé a bracear nerviosa intentando agarrar la barca.
Samantha me tendió la mano, pero en aquel meandro la corriente arrastraba la barca en dirección contraria y comprobé desesperada cómo se alejaba sin poder alcanzarla. Escuchaba los gritos de mi amiga pidiendo ayuda mientras me hundía sin remedio alguno.
Es lo último que recuerdo hasta que desperté medio inconsciente a la orilla del rio rodeada por una gran multitud. Al abrir los ojos sentí unas diminutas gotas que caían incesantemente sobre mi cara; era el agua que se deslizaba por los rizos de su cabello mientras me dedicaba una amplia sonrisa.
—¿Te encuentras bien?—preguntó con una potente voz aguda.
Incapaz de articular palabra, solo pude asentir con la cabeza y devolverle la sonrisa. Fue entonces cuando llegó un medico que se encontraba entre el gentío y desapareció sin que pudiera agradecérselo.
Un momento después apareció Lady Emma y dijo:
—¡No te da vergüenza! ¡No volverás a acompañarme nunca más!—se dio media vuelta y avisó al cochero.

II


Subí en la diligencia que cubre el recorrido desde las afueras de Londres y me bajé en Portobello Road.
La parada estaba en un cruce de caminos, donde los raíles del tranvía se alejaban en diagonal partiendo la ciudad en dos mitades que representaban pasado y futuro.
A la derecha, el mundo nuevo que nacía representado por el tranvía, y la izquierda, el antiguo que se destruía personificado en los coches de caballo.
La mezcla entre tradición y vanguardia era una constante en aquellos días; a las grandes diferencias en los medios de transporte se unían las de la iluminación.
La vía principal disponía de la recién estrenada instalación eléctrica, mientras que en las calles adyacentes todavía pervivían las luces de gas donde los operarios del ayuntamiento encendían y apagaban las farolas a diario.
Más de media ciudad se había levantado aquel día con la intención de realizar sus compras. Era increíble la cantidad de gente que recorría las calles un sábado por la mañana cuando todavía no habían abierto los comercios.
Portobello era un animado barrio repleto de tenderetes donde los comerciantes vendían a grito pelado todo tipo de artículos: aperos, viandas, textiles, artesanía y antigüedades.
Un intenso olor a melocotón y a fresas me llegó de un puesto cercano. Al aproximarme, descubrí unos pequeños sacos llenos de guindillas picantes. Un tipo con el rostro picado por la viruela me sobresaltó cuando gritaba:
—¡Las mejores botas de la ciudad!
Me giré hacia él y comprobé que eran horribles.
Estuve recorriendo los puestos durante un buen rato, pero no encontraba nada que llamara especialmente mi atención. Al finalizar el mercadillo pasé junto a un escaparate que me hizo detenerme al instante. Las cajas de música que presidían su vitrina principal eran auténticas obras de arte. Me llamó la atención una mandolina en la que una bailarina vestida con una malla de color blanco danzaba una rítmica melodía.
Sus diseñadores habían cuidado hasta el más mínimo detalle: el colorido del tutú, el suave escorzo de la muñeca al bailar, su gesto de dulzura al escuchar la música y la elegante caja de nácar que recubría su entorno.

Di media vuelta y me dirigí hacia la zona de teatros del West End, el corazón del arte londinense. Mientras recorría la calle no dejaba de mirar en derredor: los ingeniosos carteles publicitarios, el improvisado discurso de los comerciantes ambulantes, la aparatosa niebla que no concedía ni un solo momento de respiro y el incesante murmullo de la gente subiendo y bajando por aquella multitudinaria ciudad.
Me detuve a mirar los teatros y comprobé que habían estrenado varias operas interesantes, de entre todas sobresalía una especialmente: La Boheme de Puccini.
Me moría de ganas de ver aquella representación.
De repente escuché un fuerte murmullo al fondo de la calle que iba en aumento conforme me acercaba.
—¿Qué ocurre allí?—pregunté a una señora que regresaba en dirección opuesta con sus hijas de la mano.
—Es el desfile de la Guardia Real.
—¡Claro!—exclamé tapándome la cara con las manos. Lo había olvidado por completo.
Tenía tiempo más que suficiente antes de regresar a casa, así que decidí acercarme y contemplar los elegantes uniformes de nuestro flamante ejército. Había acudido en un par de ocasiones al desfile, pero llevaba varios años sin hacerlo.
Una interminable multitud de personas aguardaba su llegada como todos los años.
Tras aguantar a unos tipos que no me dejaban ver nada y recibir un par de codazos encontré un resquicio y me coloqué en primera fila. A ambos lados de la calle había personas de todas las edades que acudían junto a sus familias.
Al fondo comenzó a oírse un gran murmullo. A paso lento se fue acercando la reina Victoria dentro de su elegante carroza real saludando a diestra y siniestra con una gran sonrisa. A pesar de sus esfuerzos, los años no pasaban en balde y se le notaba tremendamente fatigada para aquellas celebraciones; no en vano, era la reina más longeva de la historia de nuestro país. Custodiaban la carroza varios lanceros montados a lomo de sus caballos con brillantes corazas y cascos blancos. Junto a ellos desfilaba el regimiento de granaderos con sus bearskin, unos gorros altos de color negro hechos de piel de oso que hacían las delicias de los niños. Era la primera vez que conseguía ver a la reina en persona y me causó una grata impresión; las veces anteriores apenas había podido ver la carroza de refilón.
Vi a un par de críos con gorras mugrientas que no paraban de merodear entre la gente, así que agarré con fuerza mi caja de música y la resguardé todo cuanto pude.
—Tenga cuidado con esos dos—dijo una anciana que acudía con su marido.
Al fondo se oía sin cesar la banda de música del ejército que amenizaba el desfile. Unos momentos después, resonaron vítores y aplausos y apareció el regimiento de los Highlanders con sus deslumbrantes gaitas. Siempre eran recibidos con enorme júbilo por el público, pues aquellos instrumentos seguían haciendo las delicias de cientos de niños y no tan niños.
Cuando llegaron a mi altura pude contemplar su espléndida vestimenta, el Kilt,  formado por una falda a cuadros verde y morada, camisa blanca y un tirante de tela del mismo color sujetado con un broche por encima del hombro. Una espléndida correa a la cintura y una taleguilla negra al cinto. Completaba su conjunto una boina con una borla encarnada en el centro de la parte superior.
El oficial de mayor graduación caminaba al frente dirigiendo la banda con su bastón de mando girándolo al ritmo de la música mientras las gaitas no paraban de sonar.
A mediación de la fila me pareció distinguir un rostro familiar. A pesar del tiempo que llevaba sin verle y que el traje y la boina me confundieron durante unos instantes le reconocí enseguida: era el mismo joven del que me enamoré perdidamente aquella mañana en el Támesis.
En aquel momento fue como si el tiempo se detuviese. Me quedé completamente paralizada, sin poder dejar de mirarle.
Ahora que por fin le tenía tan cerca que casi podía tocarle alargando la palma de mi mano, pude comprobar lo increíblemente apuesto que estaba con el traje.

Tengo que reconocer que llegó el momento en que ya no oía ni el desfile. Se había convertido en un susurro lejano del que no distinguía ni la más mínima palabra.



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