domingo, 16 de julio de 2017

Fragmentos de Los hijos de Anubis


—¡Por aquí! —exclamó el contacto que estaba esperando. Abrió una puerta que no habían visto antes y los condujo por una amplia estancia hasta llegar a un pequeño mural.
—Esperad un momento —fue hasta la ventana y se asomó por última vez. Aun no había amanecido y todo estaba en silencio; no encontrarían un mejor momento para escapar—. ¿Recordáis el camino?
Los dos asintieron impacientes, habían estudiado el mapa durante toda la noche.
Abrió el pasadizo secreto que había tras el mural, les deseó buena suerte y cerró la puerta a sus espaldas.
Una galería de estrechos pasadizos se extendía durante kilómetros bordeando las habitaciones del palacio. En el interior se respiraba un aire viciado, parecía que nadie se adentraba por allí desde hacía mucho tiempo.
—No vayas tan rápido o te perderé —dijo la pelirroja al comprobar que estaba tan oscuro como la boca de un lobo.
—Agárrate a mí y no habrá problemas —le respondió sosteniendo una pequeña tea en la mano que apenas iluminaba a dos palmos de distancia.
Todo permanecía en silencio mientras atravesaban las entrañas del palacio, al otro lado todos dormían sin tan siquiera imaginar lo que allí estaba sucediendo.
—¿Crees que encontraremos el lugar exacto con esta oscuridad?
—Por muy larga que sea la galería en algún lugar tiene que acabar.
La pelirroja respiró hondo sin tenerlas todas consigo.
Prosiguieron por un estrecho corredor que serpenteaba de un lado a otro y descendía lentamente. Luego, llegaron a una bifurcación donde había dos caminos.
—A la izquierda. Lo recuerdo a la perfección.
El camino continuó descendiendo hasta unas pequeñas pozas que estaban inundadas.
—¿Qué es esta agua?
—El lago ha inundado los sótanos del palacio.
Con el agua hasta la cintura y un intenso frío tuvieron que ralentizar la marcha, continuaron avanzando hasta que por fin dejó de cubrirles.
—¿Has oído eso? —susurró agarrando con fuerza su brazo.
Unos gritos de dolor rompieron el profundo silencio de la noche. En aquel estrecho pasadizo, el sonido se acrecentaba por mil. Un instante después se oyeron fuertes pasos a la carrera.
—¡Corre! —exclamó volviéndose hacia ella—. Nos han descubierto.
—¿Y los gritos?
—Han debido torturar a nuestro hombre antes de hacerle hablar.
Ella emitió un grito de espanto.
Al fondo del corredor, divisaron una tenue luz que parecía provenir de la calle. Era el reflejo de una pequeña verja que cerraba el paso sobre sus cabezas.
—Sujeta la teja —le dijo extendiendo su mano—. Intentaré abrirla.
—¡Date prisa! —respondió al oír como los pasos se acrecentaban—. Nos están pisando los talones.
Con todas sus fuerzas, agarró la reja y la zarandeó de un lado a otro. Tras unos instantes acabó cediendo, la humedad de la laguna había hecho que la tierra se ablandase.
—¡Vamos! ¡Sube! —dijo colocando sus manos en forma de cuña.
Cuando llegó arriba, le tendió la mano y lo ayudó a subir. Luego, volvió a colocar la reja en la misma posición.
A aquellas horas, las calles estaban completamente desiertas. Subieron por una larga calle de casas adosadas y escucharon un sonido metálico a sus espaldas.
—Han abierto la reja.
En la siguiente calle vieron una puerta entreabierta. La pelirroja se soltó de la mano y corrió desesperada hacia la entrada.
—¡Ayúdenos! ¡Por favor!
Sin mediar palabra cerraron la puerta en sus narices.
—Es inútil —aseguró volviendo a coger su mano—. Aquí nadie nos ayudará.
 La calle dio paso a una plaza de infausto recuerdo para ellos, en el centro había una enorme tribuna que la presidía. Al pasar a su lado no quisieron ni mirarla.
A lo lejos, se divisaban las últimas viviendas de la ciudad; un elegante barrio de clases acomodadas dio paso al extrarradio. Finalmente, dejaron a un lado una gigantesca necrópolis y se encaminaron hacia la ladera de una montaña.
—¿Hacia dónde? —preguntó ella, tras detenerse un instante.
Al fondo se escuchaban voces. El grupo que los perseguía se había dividido en dos y les cortaba el paso.
—Esos perros jamás se detendrán, conocen el camino a la perfección.
Sin otra alternativa, ascendieron por la montaña que había frente a ellos.
—No puedo más —afirmó exhausta tras caerse por segunda vez en veinte metros—. Continúa tú.
—Ni lo sueñes, cariño —le contestó su acompañante forzando una sonrisa—. Estamos juntos en esto.
Al llegar a la cumbre, descubrieron un gigantesco cráter. En su interior, la lava se agitaba provocando numerosas erupciones que se repetían una y otra vez. Un intenso olor a azufre y a huevos podridos amplificado por el fuerte calor hacía el aire irrespirable. Aquella parecía la entrada al infierno.
—¡Allí! —dijo señalando al otro lado de la montaña—. El bosque es nuestra única salvación. Si conseguimos alcanzarlo, los perderemos de vista.
Al mirar hacia abajo vieron cómo los perros continuaban ascendiendo la ladera de la montaña sin descanso portando sus enormes báculos.
—Tendremos que bordear el cráter hasta el otro lado.
Ella cogió aire y volvió a darle la mano.
Unos metros más adelante la tierra era tan blanda fruto del intenso calor que resbaló en una pequeña hendidura y cayó al vacío sin darle tiempo para reaccionar.
—¡Agárrate a mí! —le gritó cogiéndola por el antebrazo mientras quedaba suspendida en el aire. Cientos de metros más abajo la lava se agitaba nerviosa provocando numerosas explosiones.
Con un esfuerzo sobrehumano, agarró la otra mano y consiguió que comenzara a subir lentamente. Pero, un instante después, las manos comenzaron a sudar fruto del asfixiante calor y comenzó a resbalarse.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ahora no, pelirroja!—repetía desesperado viendo cómo sus dedos apenas ya tocaban los suyos—. Lo teníamos tan cerca.
La mano se soltó y la vio caer al cráter mientras la escena se repetía en su mente una y otras vez.
Unos segundos después, sintió un fuerte golpe en la cabeza. Antes de perder la conciencia pudo ver como un tipo que sostenía un enorme báculo se quitaba la máscara de chacal. Era uno de los hijos de Anubis.


II


Dos días después regresaba de la clase de historia que impartía en una academia de Brooklyn, el director continuaba sin confirmarle la renovación de su contrato y el futuro se tornaba incierto. A Manuel no le cogía por sorpresa, ya que en aquella ciudad a poca gente le interesaba la historia, y a sus clases cada vez acudían menos alumnos; en varias ocasiones se había planteado emigrar a Europa donde aquella materia todavía se consideraba imprescindible en la educación de los alumnos. A los americanos parecía interesarles muy poco su enseñanza, probablemente fruto de su corta historia. A pesar de ello muchos estudios de Hollywood continuaban realizando guiones en los que se relataban los hechos más importantes acaecidos en los últimos trescientos años.
Se dirigía al metro cuando oyó el incesante silbido de otro mensaje en su teléfono. Lo sacó de su chaqueta e intentó adivinar de dónde provenía esta vez: Instagram, Facebook, Twitter, Google o Whatsapp. Algunas veces solía jugar a ese juego antes de mirar la pantalla, aunque nunca solía acertar.
Cuando abrió el mensaje, descubrió que era el mismo tipo que le había enviado el correo dos días antes. Para disuadirlo, le había enviado una tarjeta del Waldorf Astoria en la que lo invitaba a un cátering donde acudirían los más reputados investigadores tras la conferencia.
Mientras miraba por la ventanilla del metro, comenzó a considerar la oferta. En aquellos cátering solían servir buena comida y necesitaba ampliar su círculo de influencia si quería conseguir un buen empleo.
Al bajar del metro contestó al mensaje afirmativamente, era la mejor propuesta que le habían ofrecido aquel fin de semana; había roto con su pareja el mes anterior y no le quedaban ni cinco dólares en la cartera para salir de fiesta.

Aquel fin de semana, un fuerte aguacero arreciaba en el exterior. Manuel observaba desde su ventana cómo una enorme cortina de agua no dejaba de caer y los truenos se repetían una y otra vez; esperaba que aquello no fuera un mal presagio de lo que le aguardaba aquella tarde.
Estuvo rebuscando en el armario y se vistió para la ocasión con un pantalón de pinzas color negro, una camisa de seda celeste que guardaba para las grandes ocasiones y una corbata ajedrezada que combinaba el verde con el lila.
Cuando iba a salir, cogió la gabardina color beis que había comprado en una tienda de segunda mano y un sombrero de ala ancha que lo resguardara de la lluvia.
Tenía gran interés en conocer quién organizaba aquel evento, no sabía si sería algún excéntrico millonario o algún mecenas amante de la historia.
Bajó hasta la calle, sorteó varios charcos y subió al automóvil. A continuación, se frotó las manos por el intenso frío y encendió la calefacción; cada vez que lo hacía el coche desprendía un fuerte olor a gasoil.
Atravesó media ciudad hasta llegar a Manhattan y dejó el coche en el garaje del hotel tras preguntarle al botones si podía hacerlo. El tipo lo miró de arriba abajo, comprobó su nombre en la lista y le respondió afirmativamente.
Al salir del coche, le pareció ver una cara conocida esperando junto al ascensor que subía al hall.
—¡Juan! —exclamó cuando se disponía a entrar por la puerta.
—¿Tú también estas invitado? —le preguntó con una sonrisa socarrona y le estrechó la mano—. Ya veo que el nivel que exigen no es demasiado alto.
—Claro. Estas tú aquí.
Ambos soltaron una carcajada. Manuel apretó el botón y se cerraron las puertas.
—¿Tienes idea de quién organiza esto?
Juan sacudió la cabeza.
—¿A qué peluquero vas últimamente? —le preguntó Juan al comprobar que Manuel se había rapado al cero. Aquel corte no favorecía demasiado su rostro anguloso, del que tan solo destacaban sus intensos ojos verdes.
—Me lo hice yo mismo. Estaba cansado de tanta gomina.
Al llegar al hall, el recepcionista les indicó que debían dirigirse a la sala de reuniones que se encontraba en la primera planta. Allí, les recibió la organizadora del evento, una morena de profundos ojos celestes que vestía un elegante traje de chaqueta malva y desprendía una suave fragancia a magnolias.
—Bienvenidos —los saludó con una amplia sonrisa—. Soy la doctora Hutchison, directora del museo de antropología de Chicago. Espero que esta noche todo sea de su agrado.
—Por supuesto que lo será —contestó Manuel mirándola con una sonrisa pícara.
—Mi ayudante les informará del evento —dijo señalando una mesa donde una joven becaria tomaba notas rodeada por varios invitados.
—Esto no empieza nada mal —le dijo Manuel a Juan mientras se dirigían a la mesa.
—¿Es que no has visto el anillo de casada?
—¿Y tú no has visto cómo me miraba?
—No tienes arreglo, amigo.
—La vida son dos días —respondió situándose tras un tipo alto y grueso al que la secretaria estaba acreditando.
La conferencia de aquel día la conformaban cinco expertos relacionados con diferentes ámbitos de las Ciencias Sociales. A Manuel le tocó presentar su ponencia en cuarto lugar.
Todos tuvieron que esperar en una sala contigua hasta que les llegó su turno. El primer conferenciante subió al estrado y comenzó a explicar los últimos descubrimientos que se habían realizado sobre la escritura maya, el hallazgo de unas nuevas tablas había supuesto un avance considerable.
El siguiente sostenía la teoría de que en Alaska había existido una importante civilización dos mil años atrás y que las bajas temperaturas habían borrado todas sus huellas.
Más lejos llegaba un japonés que afirmaba que los restos subacuáticos hallados en las cercanías de la isla de Okinawa pertenecieron sin lugar a dudas a la Atlántida. Para ello se apoyaba en las referencias que Homero realizaba de una gran civilización más allá del río Hindo.
Mientras los escuchaba Manuel pensaba que o aquella reunión estaba a la vanguardia de todas las que se habían celebrado hasta el momento o era la mayor reunión de frikis a la que había asistido en su carrera. Sin embargo, aquello le dio alas para considerar su teoría la más plausible de todas las que se exponían en la reunión.
—Señoras, señores —anunció dirigiéndose a los presentes tras ponerse las gafas y mirar al frente sin levantar demasiado la vista. Nunca le había gustado demasiado hablar en público, pero vencía su timidez con la enorme pasión que sentía por aquella materia.
—Ha llegado la hora de dar un paso más en los métodos de investigación. Gracias a las nuevas tecnologías podemos buscar restos de civilizaciones donde hace años era una quimera poder encontrarlas.
Sacó un puntero láser de su chaqueta, y con una intensa luz roja enfocó la diapositiva situada en la enorme pantalla que tenía a su espalda.
—Guatemala —dijo en voz alta, señalando una tupida selva—. Aquí se puede distinguir el contorno de una enorme ciudad desaparecida hace siglos.
Un gran murmullo se oyó en la sala.
—¿Cómo está tan seguro? —preguntó un tipo alto y delgado sentado en la segunda fila.
—Tanto el satélite como la cartografía no dejan lugar a dudas. Una extensión tan amplia de muros de adobe tan solo puede ser una gran urbe.
—¿Ha estado usted allí? —preguntó una nueva voz.
Manuel puso la palma de la mano sobre sus ojos intentando averiguar quién le hablaba, la intensa luz no le dejaba ver con claridad.
—Estos nuevos métodos solo son una farsa —afirmó la misma voz desde el fondo de la sala.
—A las mismas críticas se enfrentaron los grandes descubridores durante siglos —se defendió.
Si cree firmemente en su teoría,  ¿por qué no va hasta allí y lo demuestra? —le increpó.
—Se necesita un gran equipo para ello y no dispongo de la financiación necesaria.
La pantalla se apagó, el reproductor emitió un ligero click y se proyectó la siguiente fotografía. La imagen había sido tomada desde el satélite y tan solo se distinguían dos pequeñas estructuras escalonadas en medio de una zona desértica.
—En el desierto del Rub al Jali, en la Península Arábiga, se han descubierto dos zigurat.
—Se forman grandes dunas de arena en esa zona —aseguró un elegante tipo de tez morena sentado en la primera fila.
—Cierto —respondió Manuel—. Pero en este caso la formación ha continuado siendo la misma durante semanas.
—Soy árabe, amigo, y se muy bien de lo que hablo. Las dunas mantienen su forma durante meses si no se producen nuevas tormentas de arena.
—¿No tiene nada mejor que ofrecer? —volvió a preguntar el tipo del fondo de la sala.
—Muchas gracias por su atención —dijo Manuel de forma repentina.
La secretaria que proyectaba las diapositivas lo miró sin entender nada. Manuel le hizo un gesto y decidió no mostrar la última fotografía que tenía programada. Era su mayor descubrimiento, pero decidió no compartirla en público.
Bajó del estrado y permaneció allí cabizbajo, pensando que no debería haber asistido al evento; ni tan siquiera escuchó al último conferenciante. Mientras estaba sentado recibió un mensaje por facebook de la misma persona que lo había invitado a la ponencia, en el que se leía: «Bien hecho.»
Cuando la conferencia acabó, todos pasaron al salón contiguo. Los camareros fueron sirviendo canapés recubiertos de beluga iraní, cebiche con salsa de lima y esturión del mar negro.
El salón estaba dividido en una infinidad de pequeños grupos que charlaban y reían sin parar; la conferencia había sido todo un éxito.
Juan se acercó con una copa de vino en la mano.
—Si lo piensas bien, no ha estado tan mal. Tan solo te han rebatido tres personas. ¿No fue en New Jersey donde te lanzaron tomates?
—No me lo recuerdes.
La doctora Hutchinson se acercó y se unió a la conversación.
—Sus hipótesis son de lo más interesante —sostuvo probando un canapé.
Manuel frunció el ceño, no sabía si se estaba burlando o si realmente estaba interesada en su trabajo.
—Gracias —respondió tras sopesarlo unos instantes—. ¿Es usted de Nueva York?
—No, soy de Texas, pero divido mi tiempo entre Chicago y Nueva York.
—Quizás le interese charlar sobre mis teorías alguna noche.
Juan no pudo reprimir una sonrisa.
—En realidad el interesado es mi marido —dijo señalándole tras verle aparecer—. Por allí viene.
—Un placer conocerlos —aseguro el señor Hutchinson saludando a Juan y Manuel—. Sigo su trabajo desde los dos últimos años y creo que es brillante.
Manuel se quedó sorprendido al escuchar sus palabras, jamás imagino recibir elogios después de aquella accidentada conferencia. El tipo continuó enumerando las investigaciones de Manuel durante un buen rato.
De repente, algo hizo que su rostro se ensombreciera.
—¡Un momento! —lo interrumpió al reconocer aquella voz—. ¿No es usted el que ha intentado desacreditarme desde el fondo de la sala?


1 comentario:

  1. Hola Robert, estaba a punto de enviarle mi propuesta para traducir su libro al italiano, pero el libro desapareció del sitio (Traduzionelibri). Si aún quiere traducirlo, contácteme en sendme1212@yahoo.com. Mi nombre es Anna Brancaleon

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