martes, 1 de agosto de 2017

Reseña Inferno


Hoy quería hablaros de mi última lectura: ¡Inferno! de Dan Brown.

Aunque es un libro del 2013, no había tenido ocasión de leerlo hasta el momento

Su precio en versión Kindle es de 8,54€ en el link que os dejo a continuación. En tapa dura el precio aumenta hasta los 12,30€.


Como es habitual en el autor tiene el don de atrapar al lector desde la primera página. Sus capítulos siempre acaban con algún enigma o misterio que consigue que continúes leyendo hasta el final. Dan Brown continua siendo uno de los magos del suspense de los últimos años.

Aunque no está a la altura de El Código Da Vinci o Ángeles y Demonios, la trama está perfectamente estructurada y su lectura está repleta de intriga. Me parece ideal para pasar un buen rato, además no es demasiado largo.

Lo que menos me ha gustado es el final, se pierde dando demasiados giros para intentar sorprender al lector, y algunas partes resultan poco creíbles; aun así es recomendable.

De la película prefiero no hablar, hay libros con buenas adaptaciones cinematográficas, pero no es este el caso, todo lo contrario.

Aquí os dejo la sinopsis

El profesor de simbología Robert Langdon se despierta en un hospital en mitad de la noche, desorientado y con una herida en la cabeza. No recuerda nada de las últimas treinta y seis horas. Ni cómo ha llegado hasta allí, ni el origen del macabro objeto que los médicos descubren entre sus pertenencias. El mundo de Langdon pronto se convierte en un caos y se ve obligado a huir por las calles de Florencia junto a una inteligente joven, Sienna Brooks, cuyas hábiles maniobras le salvan la vida. Langdon no tarda en darse cuenta de que se encuentra en posesión de una serie de inquietantes códigos creados por un brillante científico; un genio cuya obsesión con el fin del mundo sólo es equiparable a la pasión que siente por una de las obras maestras más influyentes jamás escritas: Inferno, el oscuro poema épico de Dante Alighieri. 

En su huida a través de escenarios tan conocidos como el Palazzo Vecchio, los jardines Boboli o el Duomo, Langdon y Brooks descubren una red de pasadizos ocultos y secretos antiguos, así como un nuevo y terrorífico paradigma científico que podría ser utilizado para mejorar la vida en la Tierra... o para destruirla. 

Apasionante y controvertida, Inferno es una lectura endiabladamente entretenida; una novela que cautivará al lector con la belleza del arte, la historia y la literatura italianas…, mientras le plantea cuestiones provocativas sobre el papel de la ciencia en nuestro futuro.



Si lo habéis leído me gustaría que me dierais vuestra opinión ¿Os ha parecido que está a la altura de sus anteriores libros?

lunes, 24 de julio de 2017

Reseña: Una columna de fuego (Saga Los pilares de la Tierra 3)



Hoy quería hablaros de la última novela de ken Follett. Se trata de la tercera parte de la saga de Los pilares de la tierra, que sale a la venta el 12 de septiembre.

Ya se puede adquirir en preventa por 12,34 en versión Kindle en el link que os dejo a continuación. En tapa dura el precio aumenta hasta los 23,65.


En esta ocasión la trama se desarrolla en 1558, cuando la reina Isabel I asciende al trono.
Todos conocéis los enfrentamientos que tuvo con Felipe II, al parecer se odiaban profundamente, lo cual es sorprendente teniendo en cuenta que estuvieron a punto de casarse. 
Por lo que todos sus fans en España se preguntan si los españoles saldremos bien parados en esta novela.

Me gustaría que me dierais vuestra opinión ¿Pensáis que Follett tratara bien a los españoles en su novela para vender más libros en España o se ceñirá a los documentos históricos?

Por otro lado, quería preguntaros ¿si pensáis que la tercera parte estará a la altura de Los pilares de la tierra?


Aquí os dejo la sinopsis

La saga de Los pilares de la Tierra y Un mundo sin fin, que ha cautivado a millones de lectores, prosigue ahora con la magnífica y apasionante nueva novela de Ken Follett.

Una columna de fuego arranca cuando el joven Ned Willard regresa a su hogar en Kingsbridge por Navidad. Corre el año 1558, un año que trastocará la vida de Ned y que cambiará Europa para siempre.
Las antiguas piedras de la catedral de Kingsbridge contemplan una ciudad dividida por el odio religioso. Los principios elevados chocan con la amistad, la lealtad y el amor, y provocan derramamientos de sangre. Ned se encuentra de pronto en el bando contrario al de la muchacha con quien anhela casarse, Margery Fitzgerald.
Cuando Isabel I llega al trono, toda Europa se vuelve en contra de Inglaterra. La joven monarca, astuta y decidida, organiza el primer servicio secreto del país para estar avisada ante cualquier indicio de intrigas homicidas, levantamientos o planes de invasión.
En París, a la espera, se encuentra la seductora y obstinada María Estuardo, reina de los escoceses, en el seno de una familia francesa con una ambición descomunal. Proclamada legítima soberana de Inglaterra, María cuenta con sus propios partidarios, que conspiran para deshacerse de Isabel.
Entretanto, Ned Willard busca a Jean Langlais, un personaje escurridizo y enigmático, sin saber que tras ese nombre falso se esconde un compañero de clase de su infancia, alguien que lo conoce demasiado bien.
A lo largo de medio siglo turbulento, el amor entre Ned y Margery parece condenado al fracaso mientras el extremismo hace estallar la violencia desde Edimburgo hasta Ginebra. Isabel se aferra precariamente a su trono y a sus principios, protegida por un pequeño y entregado grupo de espías hábiles y agentes secretos valerosos.
Los auténticos enemigos, tanto entonces como ahora, no son las religiones rivales. La verdadera batalla es la que enfrenta a quienes creen en la tolerancia y el acuerdo contra tiranos dispuestos a imponer sus ideas a todo el mundo... y a cualquier precio.


miércoles, 19 de julio de 2017

Reseñas: Billete de diez libras de Jane Austen



Este mes se cumplen doscientos años del fallecimiento de Jane Austen, y por ese motivo el banco de Inglaterra ha decidido sacar unos billetes en conmemoración de este suceso.

Se ha levantado bastante revuelo en la opinión pública británica, ya que en las libras esterlinas tan solo aparece la imagen de la reina de Inglaterra.

Si queréis conseguir uno de estos billetes ahora es el momento; es solo una edición limitada y para todo el que es un seguidor de la autora inglesa, cuyo fans se cuentan por millones todo el mundo es uno momento único.

Aquí podéis ver una réplica de los billetes.

Aquí en España ya hemos tenido casos similares, como la aparición de Benito Pérez Galdós y algunos más


¿Qué os parece que hayan tenido este gesto en Inglaterra? 

domingo, 16 de julio de 2017

Fragmentos de Los hijos de Anubis


—¡Por aquí! —exclamó el contacto que estaba esperando. Abrió una puerta que no habían visto antes y los condujo por una amplia estancia hasta llegar a un pequeño mural.
—Esperad un momento —fue hasta la ventana y se asomó por última vez. Aun no había amanecido y todo estaba en silencio; no encontrarían un mejor momento para escapar—. ¿Recordáis el camino?
Los dos asintieron impacientes, habían estudiado el mapa durante toda la noche.
Abrió el pasadizo secreto que había tras el mural, les deseó buena suerte y cerró la puerta a sus espaldas.
Una galería de estrechos pasadizos se extendía durante kilómetros bordeando las habitaciones del palacio. En el interior se respiraba un aire viciado, parecía que nadie se adentraba por allí desde hacía mucho tiempo.
—No vayas tan rápido o te perderé —dijo la pelirroja al comprobar que estaba tan oscuro como la boca de un lobo.
—Agárrate a mí y no habrá problemas —le respondió sosteniendo una pequeña tea en la mano que apenas iluminaba a dos palmos de distancia.
Todo permanecía en silencio mientras atravesaban las entrañas del palacio, al otro lado todos dormían sin tan siquiera imaginar lo que allí estaba sucediendo.
—¿Crees que encontraremos el lugar exacto con esta oscuridad?
—Por muy larga que sea la galería en algún lugar tiene que acabar.
La pelirroja respiró hondo sin tenerlas todas consigo.
Prosiguieron por un estrecho corredor que serpenteaba de un lado a otro y descendía lentamente. Luego, llegaron a una bifurcación donde había dos caminos.
—A la izquierda. Lo recuerdo a la perfección.
El camino continuó descendiendo hasta unas pequeñas pozas que estaban inundadas.
—¿Qué es esta agua?
—El lago ha inundado los sótanos del palacio.
Con el agua hasta la cintura y un intenso frío tuvieron que ralentizar la marcha, continuaron avanzando hasta que por fin dejó de cubrirles.
—¿Has oído eso? —susurró agarrando con fuerza su brazo.
Unos gritos de dolor rompieron el profundo silencio de la noche. En aquel estrecho pasadizo, el sonido se acrecentaba por mil. Un instante después se oyeron fuertes pasos a la carrera.
—¡Corre! —exclamó volviéndose hacia ella—. Nos han descubierto.
—¿Y los gritos?
—Han debido torturar a nuestro hombre antes de hacerle hablar.
Ella emitió un grito de espanto.
Al fondo del corredor, divisaron una tenue luz que parecía provenir de la calle. Era el reflejo de una pequeña verja que cerraba el paso sobre sus cabezas.
—Sujeta la teja —le dijo extendiendo su mano—. Intentaré abrirla.
—¡Date prisa! —respondió al oír como los pasos se acrecentaban—. Nos están pisando los talones.
Con todas sus fuerzas, agarró la reja y la zarandeó de un lado a otro. Tras unos instantes acabó cediendo, la humedad de la laguna había hecho que la tierra se ablandase.
—¡Vamos! ¡Sube! —dijo colocando sus manos en forma de cuña.
Cuando llegó arriba, le tendió la mano y lo ayudó a subir. Luego, volvió a colocar la reja en la misma posición.
A aquellas horas, las calles estaban completamente desiertas. Subieron por una larga calle de casas adosadas y escucharon un sonido metálico a sus espaldas.
—Han abierto la reja.
En la siguiente calle vieron una puerta entreabierta. La pelirroja se soltó de la mano y corrió desesperada hacia la entrada.
—¡Ayúdenos! ¡Por favor!
Sin mediar palabra cerraron la puerta en sus narices.
—Es inútil —aseguró volviendo a coger su mano—. Aquí nadie nos ayudará.
 La calle dio paso a una plaza de infausto recuerdo para ellos, en el centro había una enorme tribuna que la presidía. Al pasar a su lado no quisieron ni mirarla.
A lo lejos, se divisaban las últimas viviendas de la ciudad; un elegante barrio de clases acomodadas dio paso al extrarradio. Finalmente, dejaron a un lado una gigantesca necrópolis y se encaminaron hacia la ladera de una montaña.
—¿Hacia dónde? —preguntó ella, tras detenerse un instante.
Al fondo se escuchaban voces. El grupo que los perseguía se había dividido en dos y les cortaba el paso.
—Esos perros jamás se detendrán, conocen el camino a la perfección.
Sin otra alternativa, ascendieron por la montaña que había frente a ellos.
—No puedo más —afirmó exhausta tras caerse por segunda vez en veinte metros—. Continúa tú.
—Ni lo sueñes, cariño —le contestó su acompañante forzando una sonrisa—. Estamos juntos en esto.
Al llegar a la cumbre, descubrieron un gigantesco cráter. En su interior, la lava se agitaba provocando numerosas erupciones que se repetían una y otra vez. Un intenso olor a azufre y a huevos podridos amplificado por el fuerte calor hacía el aire irrespirable. Aquella parecía la entrada al infierno.
—¡Allí! —dijo señalando al otro lado de la montaña—. El bosque es nuestra única salvación. Si conseguimos alcanzarlo, los perderemos de vista.
Al mirar hacia abajo vieron cómo los perros continuaban ascendiendo la ladera de la montaña sin descanso portando sus enormes báculos.
—Tendremos que bordear el cráter hasta el otro lado.
Ella cogió aire y volvió a darle la mano.
Unos metros más adelante la tierra era tan blanda fruto del intenso calor que resbaló en una pequeña hendidura y cayó al vacío sin darle tiempo para reaccionar.
—¡Agárrate a mí! —le gritó cogiéndola por el antebrazo mientras quedaba suspendida en el aire. Cientos de metros más abajo la lava se agitaba nerviosa provocando numerosas explosiones.
Con un esfuerzo sobrehumano, agarró la otra mano y consiguió que comenzara a subir lentamente. Pero, un instante después, las manos comenzaron a sudar fruto del asfixiante calor y comenzó a resbalarse.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ahora no, pelirroja!—repetía desesperado viendo cómo sus dedos apenas ya tocaban los suyos—. Lo teníamos tan cerca.
La mano se soltó y la vio caer al cráter mientras la escena se repetía en su mente una y otras vez.
Unos segundos después, sintió un fuerte golpe en la cabeza. Antes de perder la conciencia pudo ver como un tipo que sostenía un enorme báculo se quitaba la máscara de chacal. Era uno de los hijos de Anubis.


II


Dos días después regresaba de la clase de historia que impartía en una academia de Brooklyn, el director continuaba sin confirmarle la renovación de su contrato y el futuro se tornaba incierto. A Manuel no le cogía por sorpresa, ya que en aquella ciudad a poca gente le interesaba la historia, y a sus clases cada vez acudían menos alumnos; en varias ocasiones se había planteado emigrar a Europa donde aquella materia todavía se consideraba imprescindible en la educación de los alumnos. A los americanos parecía interesarles muy poco su enseñanza, probablemente fruto de su corta historia. A pesar de ello muchos estudios de Hollywood continuaban realizando guiones en los que se relataban los hechos más importantes acaecidos en los últimos trescientos años.
Se dirigía al metro cuando oyó el incesante silbido de otro mensaje en su teléfono. Lo sacó de su chaqueta e intentó adivinar de dónde provenía esta vez: Instagram, Facebook, Twitter, Google o Whatsapp. Algunas veces solía jugar a ese juego antes de mirar la pantalla, aunque nunca solía acertar.
Cuando abrió el mensaje, descubrió que era el mismo tipo que le había enviado el correo dos días antes. Para disuadirlo, le había enviado una tarjeta del Waldorf Astoria en la que lo invitaba a un cátering donde acudirían los más reputados investigadores tras la conferencia.
Mientras miraba por la ventanilla del metro, comenzó a considerar la oferta. En aquellos cátering solían servir buena comida y necesitaba ampliar su círculo de influencia si quería conseguir un buen empleo.
Al bajar del metro contestó al mensaje afirmativamente, era la mejor propuesta que le habían ofrecido aquel fin de semana; había roto con su pareja el mes anterior y no le quedaban ni cinco dólares en la cartera para salir de fiesta.

Aquel fin de semana, un fuerte aguacero arreciaba en el exterior. Manuel observaba desde su ventana cómo una enorme cortina de agua no dejaba de caer y los truenos se repetían una y otra vez; esperaba que aquello no fuera un mal presagio de lo que le aguardaba aquella tarde.
Estuvo rebuscando en el armario y se vistió para la ocasión con un pantalón de pinzas color negro, una camisa de seda celeste que guardaba para las grandes ocasiones y una corbata ajedrezada que combinaba el verde con el lila.
Cuando iba a salir, cogió la gabardina color beis que había comprado en una tienda de segunda mano y un sombrero de ala ancha que lo resguardara de la lluvia.
Tenía gran interés en conocer quién organizaba aquel evento, no sabía si sería algún excéntrico millonario o algún mecenas amante de la historia.
Bajó hasta la calle, sorteó varios charcos y subió al automóvil. A continuación, se frotó las manos por el intenso frío y encendió la calefacción; cada vez que lo hacía el coche desprendía un fuerte olor a gasoil.
Atravesó media ciudad hasta llegar a Manhattan y dejó el coche en el garaje del hotel tras preguntarle al botones si podía hacerlo. El tipo lo miró de arriba abajo, comprobó su nombre en la lista y le respondió afirmativamente.
Al salir del coche, le pareció ver una cara conocida esperando junto al ascensor que subía al hall.
—¡Juan! —exclamó cuando se disponía a entrar por la puerta.
—¿Tú también estas invitado? —le preguntó con una sonrisa socarrona y le estrechó la mano—. Ya veo que el nivel que exigen no es demasiado alto.
—Claro. Estas tú aquí.
Ambos soltaron una carcajada. Manuel apretó el botón y se cerraron las puertas.
—¿Tienes idea de quién organiza esto?
Juan sacudió la cabeza.
—¿A qué peluquero vas últimamente? —le preguntó Juan al comprobar que Manuel se había rapado al cero. Aquel corte no favorecía demasiado su rostro anguloso, del que tan solo destacaban sus intensos ojos verdes.
—Me lo hice yo mismo. Estaba cansado de tanta gomina.
Al llegar al hall, el recepcionista les indicó que debían dirigirse a la sala de reuniones que se encontraba en la primera planta. Allí, les recibió la organizadora del evento, una morena de profundos ojos celestes que vestía un elegante traje de chaqueta malva y desprendía una suave fragancia a magnolias.
—Bienvenidos —los saludó con una amplia sonrisa—. Soy la doctora Hutchison, directora del museo de antropología de Chicago. Espero que esta noche todo sea de su agrado.
—Por supuesto que lo será —contestó Manuel mirándola con una sonrisa pícara.
—Mi ayudante les informará del evento —dijo señalando una mesa donde una joven becaria tomaba notas rodeada por varios invitados.
—Esto no empieza nada mal —le dijo Manuel a Juan mientras se dirigían a la mesa.
—¿Es que no has visto el anillo de casada?
—¿Y tú no has visto cómo me miraba?
—No tienes arreglo, amigo.
—La vida son dos días —respondió situándose tras un tipo alto y grueso al que la secretaria estaba acreditando.
La conferencia de aquel día la conformaban cinco expertos relacionados con diferentes ámbitos de las Ciencias Sociales. A Manuel le tocó presentar su ponencia en cuarto lugar.
Todos tuvieron que esperar en una sala contigua hasta que les llegó su turno. El primer conferenciante subió al estrado y comenzó a explicar los últimos descubrimientos que se habían realizado sobre la escritura maya, el hallazgo de unas nuevas tablas había supuesto un avance considerable.
El siguiente sostenía la teoría de que en Alaska había existido una importante civilización dos mil años atrás y que las bajas temperaturas habían borrado todas sus huellas.
Más lejos llegaba un japonés que afirmaba que los restos subacuáticos hallados en las cercanías de la isla de Okinawa pertenecieron sin lugar a dudas a la Atlántida. Para ello se apoyaba en las referencias que Homero realizaba de una gran civilización más allá del río Hindo.
Mientras los escuchaba Manuel pensaba que o aquella reunión estaba a la vanguardia de todas las que se habían celebrado hasta el momento o era la mayor reunión de frikis a la que había asistido en su carrera. Sin embargo, aquello le dio alas para considerar su teoría la más plausible de todas las que se exponían en la reunión.
—Señoras, señores —anunció dirigiéndose a los presentes tras ponerse las gafas y mirar al frente sin levantar demasiado la vista. Nunca le había gustado demasiado hablar en público, pero vencía su timidez con la enorme pasión que sentía por aquella materia.
—Ha llegado la hora de dar un paso más en los métodos de investigación. Gracias a las nuevas tecnologías podemos buscar restos de civilizaciones donde hace años era una quimera poder encontrarlas.
Sacó un puntero láser de su chaqueta, y con una intensa luz roja enfocó la diapositiva situada en la enorme pantalla que tenía a su espalda.
—Guatemala —dijo en voz alta, señalando una tupida selva—. Aquí se puede distinguir el contorno de una enorme ciudad desaparecida hace siglos.
Un gran murmullo se oyó en la sala.
—¿Cómo está tan seguro? —preguntó un tipo alto y delgado sentado en la segunda fila.
—Tanto el satélite como la cartografía no dejan lugar a dudas. Una extensión tan amplia de muros de adobe tan solo puede ser una gran urbe.
—¿Ha estado usted allí? —preguntó una nueva voz.
Manuel puso la palma de la mano sobre sus ojos intentando averiguar quién le hablaba, la intensa luz no le dejaba ver con claridad.
—Estos nuevos métodos solo son una farsa —afirmó la misma voz desde el fondo de la sala.
—A las mismas críticas se enfrentaron los grandes descubridores durante siglos —se defendió.
Si cree firmemente en su teoría,  ¿por qué no va hasta allí y lo demuestra? —le increpó.
—Se necesita un gran equipo para ello y no dispongo de la financiación necesaria.
La pantalla se apagó, el reproductor emitió un ligero click y se proyectó la siguiente fotografía. La imagen había sido tomada desde el satélite y tan solo se distinguían dos pequeñas estructuras escalonadas en medio de una zona desértica.
—En el desierto del Rub al Jali, en la Península Arábiga, se han descubierto dos zigurat.
—Se forman grandes dunas de arena en esa zona —aseguró un elegante tipo de tez morena sentado en la primera fila.
—Cierto —respondió Manuel—. Pero en este caso la formación ha continuado siendo la misma durante semanas.
—Soy árabe, amigo, y se muy bien de lo que hablo. Las dunas mantienen su forma durante meses si no se producen nuevas tormentas de arena.
—¿No tiene nada mejor que ofrecer? —volvió a preguntar el tipo del fondo de la sala.
—Muchas gracias por su atención —dijo Manuel de forma repentina.
La secretaria que proyectaba las diapositivas lo miró sin entender nada. Manuel le hizo un gesto y decidió no mostrar la última fotografía que tenía programada. Era su mayor descubrimiento, pero decidió no compartirla en público.
Bajó del estrado y permaneció allí cabizbajo, pensando que no debería haber asistido al evento; ni tan siquiera escuchó al último conferenciante. Mientras estaba sentado recibió un mensaje por facebook de la misma persona que lo había invitado a la ponencia, en el que se leía: «Bien hecho.»
Cuando la conferencia acabó, todos pasaron al salón contiguo. Los camareros fueron sirviendo canapés recubiertos de beluga iraní, cebiche con salsa de lima y esturión del mar negro.
El salón estaba dividido en una infinidad de pequeños grupos que charlaban y reían sin parar; la conferencia había sido todo un éxito.
Juan se acercó con una copa de vino en la mano.
—Si lo piensas bien, no ha estado tan mal. Tan solo te han rebatido tres personas. ¿No fue en New Jersey donde te lanzaron tomates?
—No me lo recuerdes.
La doctora Hutchinson se acercó y se unió a la conversación.
—Sus hipótesis son de lo más interesante —sostuvo probando un canapé.
Manuel frunció el ceño, no sabía si se estaba burlando o si realmente estaba interesada en su trabajo.
—Gracias —respondió tras sopesarlo unos instantes—. ¿Es usted de Nueva York?
—No, soy de Texas, pero divido mi tiempo entre Chicago y Nueva York.
—Quizás le interese charlar sobre mis teorías alguna noche.
Juan no pudo reprimir una sonrisa.
—En realidad el interesado es mi marido —dijo señalándole tras verle aparecer—. Por allí viene.
—Un placer conocerlos —aseguro el señor Hutchinson saludando a Juan y Manuel—. Sigo su trabajo desde los dos últimos años y creo que es brillante.
Manuel se quedó sorprendido al escuchar sus palabras, jamás imagino recibir elogios después de aquella accidentada conferencia. El tipo continuó enumerando las investigaciones de Manuel durante un buen rato.
De repente, algo hizo que su rostro se ensombreciera.
—¡Un momento! —lo interrumpió al reconocer aquella voz—. ¿No es usted el que ha intentado desacreditarme desde el fondo de la sala?


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Fragmento El legado perdido



«Nos conocimos en marzo o abril del año quince, no lo recuerdo con exactitud.
Aquel día corría tan deprisa por aquel laberinto de trincheras que se entrecruzaban unas con otras, que no sentía los músculos de las piernas agarrotados por la fuerte humedad. El agua llegaba en muchas zonas hasta la altura de las rodillas y hacía empeorar la situación aún más. A cada paso escuchaba el sonido de las ametralladoras que no paraba de cesar y las bombas de la aviación alemana que caían a poca distancia. Llevaba varios días lloviendo sin parar y el agua había provocado que las zanjas estuvieran recubiertas de lodo y barro, provocando numerosas enfermedades. No todos morían por algún disparo enemigo en aquella contienda, las bajas por enfermedad se contaban por miles.
Llegué justo a un cruce de caminos donde no sabía qué dirección tomar y pregunté a un oficial.
—¡Eh, amigo!—grité—Traigo un mensaje urgente para el capitán Wilcox.
—¿Cómo dice?
No había forma de entenderse en aquel lugar por el sonido atronador de los proyectiles.
—¡La sala de oficiales!—repuse aún con más fuerza.
—¡La encontrará en el siguiente cruce!—respondió cuando escuchamos el grito desgarrador de un soldado que caía abatido desde el puesto de la ametralladora por los disparos de la artillería alemana. Fuimos a socorrerle, pero ya era tarde. La metralla le había alcanzado en pleno rostro.
Por desgracia, aquella escena formaba parte del día a día, nos despertábamos por las mañanas sin saber si volveríamos a ver al compañero con el que compartíamos litera.
Al llegar a la siguiente trinchera había un grupo de soldados colocándose las mascaras antigás para realizar un ataque contra las defensas alemanas. Hacía pocas semanas que se habían introducido en el frente las armas químicas, así que aquella guerra podía acabar aun peor de lo que había comenzado. Por fin un soldado me indicó que al final de la trinchera se encontraba la sala que buscaba. Cuando llegué tuve dificultades para abrirla, pues la humedad había provocado que la madera se hinchara y pesaba el doble de lo habitual.
Entrar por aquella puerta era como evadirse de la realidad del exterior. Era un habitáculo no demasiado amplio donde se respiraba un aire viciado y lúgubre por la escasa iluminación, que iba y venía a su antojo, dependiendo de cuantos proyectiles cayeran aquel día en las cercanías. En el interior había un ínfimo mobiliario del que no cabía destacar ni tan siquiera las sillas y mesas de madera de roble desgastadas por el paso del tiempo.
Lo más llamativo de aquel lugar era que todos sonreían, aplaudían y silbaban como si formaran parte de una gran fiesta. Localicé al capitán, le entregué el mensaje y dijo que me tomara un descanso. Avancé unos metros entre un grupo de oficiales que me tapaba la visión y entonces pude verle, estaba al fondo de la sala de pie contando una de sus numerosas historias. Sin más me puse escucharle como los demás, tal y como lo haría a partir de ese momento siempre que tenía ocasión.
Al poco tiempo un sonido atronador hizo que interrumpiera su relato. Era la tercera incursión de la aviación alemana aquel día. Esta vez las bombas habían caído demasiado cerca de nuestra posición.
Llevábamos más de dos años sin poder ver otra cosa que no fuera aquella trinchera por la que no entraba ni el más mínimo rayo de sol. Aquello nos iba debilitando física y psicológicamente día tras día.
El continente europeo se hallaba inmerso en la más devastadora de las guerras conocidas hasta el momento. La llamaban la Gran Guerra ya que, hasta entonces, nunca un conflicto bélico había unido a tantas naciones en una disputa.
Un frente de ochocientos kilómetros se extendía desde el Canal de la Mancha hasta Suiza, dividiendo la zona germana de la anglo—francesa. Todo estaba organizado en posiciones defensivas, trincheras, cubiertas con alambradas y campos minados. Se excavaban kilómetros de fosos que se protegían con sacos terreros, alambradas y una gran cantidad de ametralladoras.
El Estado mayor alemán pensaba acabar la guerra en seis meses aplicando el plan Schlieffen, elaborado quince años antes, que centraba el objetivo fundamental del ataque en la invasión de Francia a través de Bélgica, desbordando las defensas francesas del norte. Pero sus cálculos fueron erróneos. La guerra duraba ya más de dos años y no había atisbo alguno de que fuera a concluir.

A partir de ese día pude comprobar que solo un hecho o, mejor dicho, una persona, mantenía nuestro ánimo a flote: las historias con las que nos hacía soñar todas las noches el teniente del ejército británico, James Henson. Nunca había conocido semejante personaje, era el clásico aventurero del que solo oyes hablar en las novelas de aventuras.

sábado, 15 de julio de 2017

Fragmento Las brumas del Tamesis


I
El silencio de la mañana solo era alterado por el ligero vuelo de algún ave o el fuerte ladrido de algún perro al pasar junto a sus granjas.
El carruaje nos llevó hasta la orilla derecha del Támesis a medio camino entre Oxford y Reading. Teníamos previsto pasar allí toda la jornada. Era una apacible zona donde se divertían los fines de semana muchos londinenses.
Bajamos del carruaje y atravesamos por el sendero que conducía entre los robles centenarios. Los primeros rayos de sol al fin hicieron acto de presencia adentrándose entre las nubes y aminorando aquella bruma que comenzó a dejarnos ver una espléndida mañana en aquel extenso humedal.

Al llegar a la amplia pradera junto a la orilla, observamos cómo una gran multitud se agolpaba sentada sobre el césped: muchas familias habían madrugado incluso más que nosotras. Aún no había llegado agosto, pero el ambiente festivo impregnaba hasta el más recóndito rincón de aquella ribera. Era un espectáculo digno de ser plasmado en el mejor de los lienzos.
Los niños correteaban gritando sin parar mientras sus padres descansaban plácidamente; las familias se divertían charlando sentadas sobre amplias mantas y las parejas se besaban a escondidas bajo las enormes copas de los arboles, mientras las ardillas correteaban sobre sus ramas. Los pájaros entonaban su dulce canto y de un colorido prado nos llegaba un intenso olor a violetas.
En la orilla había un pequeño embarcadero donde se alquilaban botes de remo para navegar por sus aguas; a su derecha un amplio grupo de estudiantes llevaba sobre sus hombros un par de piraguas con las que entrenaban para las regatas. Dada su cercanía dedujimos que podrían pertenecer a la Universidad de Oxford.

Justo en ese mismo momento fue cuando le vi por primera vez. Se encontraba con un amplio grupo en el margen izquierdo del prado, llevaba una elegante chaqueta de color gris oscuro y un chaleco de color crema del que colgaba una preciosa leontina de oro que sujetaba un espléndido reloj de bolsillo. Sus ojos azul cobalto me hipnotizaron al instante y su preciosa sonrisa irradiaba tanta vitalidad que no podías dejar de mirarle. Tenía un fino bigote muy acorde con la moda de aquellos tiempos. Creo que era lo que menos me gustaba de él, pues prefería los hombres sin vello, aunque he de reconocer que no le sentaba nada mal.
—Podríamos sentarnos en aquella zona—propuse señalando un pequeño claro cercano donde se encontraba—. Allí corre la brisa con más fuerza.
La señora Fizzwater no puso ninguna objeción y dispusimos dos amplias mantas donde colocamos las cestas de mimbre que habíamos traído. Al tocar el césped, descubrimos que todavía estaba húmedo fruto del rocío de la mañana.
Samantha abrió una pequeña silla de madera de nogal que Lady Emma guardaba para aquellas ocasiones.
Cuando lo dispusimos todo, estuve observándole un buen rato hasta que se levantó y se dirigió con un par de amigos al embarcadero. Se subieron a una de las barcas y comenzaron a remar río abajo. Sin pensarlo dos veces me levanté al instante.
—Vamos a pasear en barca—le propuse a mi amiga.
—¡Pero si me mareo enseguida!
—Venga, Samantha—dije tirando de sus manos para que se levantara—. Será divertido.
Conseguí convencerla y alquilamos un bote. Mi hermana no quiso venir y se quedó con Lady Emma.
No había remado en toda mi vida y a pesar de las indicaciones del barquero, aquello no resultaba nada fácil. Comencé a blandir los remos de arriba abajo sin el más mínimo ritmo aparente y la barca apenas se movía de su ubicación. Por suerte, aquella mañana el agua parecía una balsa de aceite y aquello facilitó un poco mi labor.
Samantha se negó en rotundo a coger los remos y cuando giré la cabeza ya se habían alejado sin posibilidad de alcanzarlos. Al fondo se escuchaba el incesante rugido de una exclusa cada vez que sus aguas cambiaban de nivel.
Sin embargo, aquel se convirtió en mi día de suerte. Se dieron la vuelta y remaron en dirección hacia el lugar donde nos encontrábamos y justo cuando pasaban por nuestro lado los rayos de sol le deslumbraron. Puso la mano sobre los ojos para ocultarlos, giró su cabeza y nuestras miradas se cruzaron por primera vez. En ese momento me dedicó la mejor de sus sonrisas. Fueron tan solo unos segundos, como cuando una estrella fugaz atraviesa el cielo, pero el tiempo suficiente para no poder apartarle de mi mente.
Dejé de mover los brazos y le devolví la sonrisa. Entonces se me escapó el remo derecho y al intentar atraparlo caí de bruces al agua. Me invadió el pánico y comencé a bracear nerviosa intentando agarrar la barca.
Samantha me tendió la mano, pero en aquel meandro la corriente arrastraba la barca en dirección contraria y comprobé desesperada cómo se alejaba sin poder alcanzarla. Escuchaba los gritos de mi amiga pidiendo ayuda mientras me hundía sin remedio alguno.
Es lo último que recuerdo hasta que desperté medio inconsciente a la orilla del rio rodeada por una gran multitud. Al abrir los ojos sentí unas diminutas gotas que caían incesantemente sobre mi cara; era el agua que se deslizaba por los rizos de su cabello mientras me dedicaba una amplia sonrisa.
—¿Te encuentras bien?—preguntó con una potente voz aguda.
Incapaz de articular palabra, solo pude asentir con la cabeza y devolverle la sonrisa. Fue entonces cuando llegó un medico que se encontraba entre el gentío y desapareció sin que pudiera agradecérselo.
Un momento después apareció Lady Emma y dijo:
—¡No te da vergüenza! ¡No volverás a acompañarme nunca más!—se dio media vuelta y avisó al cochero.

II


Subí en la diligencia que cubre el recorrido desde las afueras de Londres y me bajé en Portobello Road.
La parada estaba en un cruce de caminos, donde los raíles del tranvía se alejaban en diagonal partiendo la ciudad en dos mitades que representaban pasado y futuro.
A la derecha, el mundo nuevo que nacía representado por el tranvía, y la izquierda, el antiguo que se destruía personificado en los coches de caballo.
La mezcla entre tradición y vanguardia era una constante en aquellos días; a las grandes diferencias en los medios de transporte se unían las de la iluminación.
La vía principal disponía de la recién estrenada instalación eléctrica, mientras que en las calles adyacentes todavía pervivían las luces de gas donde los operarios del ayuntamiento encendían y apagaban las farolas a diario.
Más de media ciudad se había levantado aquel día con la intención de realizar sus compras. Era increíble la cantidad de gente que recorría las calles un sábado por la mañana cuando todavía no habían abierto los comercios.
Portobello era un animado barrio repleto de tenderetes donde los comerciantes vendían a grito pelado todo tipo de artículos: aperos, viandas, textiles, artesanía y antigüedades.
Un intenso olor a melocotón y a fresas me llegó de un puesto cercano. Al aproximarme, descubrí unos pequeños sacos llenos de guindillas picantes. Un tipo con el rostro picado por la viruela me sobresaltó cuando gritaba:
—¡Las mejores botas de la ciudad!
Me giré hacia él y comprobé que eran horribles.
Estuve recorriendo los puestos durante un buen rato, pero no encontraba nada que llamara especialmente mi atención. Al finalizar el mercadillo pasé junto a un escaparate que me hizo detenerme al instante. Las cajas de música que presidían su vitrina principal eran auténticas obras de arte. Me llamó la atención una mandolina en la que una bailarina vestida con una malla de color blanco danzaba una rítmica melodía.
Sus diseñadores habían cuidado hasta el más mínimo detalle: el colorido del tutú, el suave escorzo de la muñeca al bailar, su gesto de dulzura al escuchar la música y la elegante caja de nácar que recubría su entorno.

Di media vuelta y me dirigí hacia la zona de teatros del West End, el corazón del arte londinense. Mientras recorría la calle no dejaba de mirar en derredor: los ingeniosos carteles publicitarios, el improvisado discurso de los comerciantes ambulantes, la aparatosa niebla que no concedía ni un solo momento de respiro y el incesante murmullo de la gente subiendo y bajando por aquella multitudinaria ciudad.
Me detuve a mirar los teatros y comprobé que habían estrenado varias operas interesantes, de entre todas sobresalía una especialmente: La Boheme de Puccini.
Me moría de ganas de ver aquella representación.
De repente escuché un fuerte murmullo al fondo de la calle que iba en aumento conforme me acercaba.
—¿Qué ocurre allí?—pregunté a una señora que regresaba en dirección opuesta con sus hijas de la mano.
—Es el desfile de la Guardia Real.
—¡Claro!—exclamé tapándome la cara con las manos. Lo había olvidado por completo.
Tenía tiempo más que suficiente antes de regresar a casa, así que decidí acercarme y contemplar los elegantes uniformes de nuestro flamante ejército. Había acudido en un par de ocasiones al desfile, pero llevaba varios años sin hacerlo.
Una interminable multitud de personas aguardaba su llegada como todos los años.
Tras aguantar a unos tipos que no me dejaban ver nada y recibir un par de codazos encontré un resquicio y me coloqué en primera fila. A ambos lados de la calle había personas de todas las edades que acudían junto a sus familias.
Al fondo comenzó a oírse un gran murmullo. A paso lento se fue acercando la reina Victoria dentro de su elegante carroza real saludando a diestra y siniestra con una gran sonrisa. A pesar de sus esfuerzos, los años no pasaban en balde y se le notaba tremendamente fatigada para aquellas celebraciones; no en vano, era la reina más longeva de la historia de nuestro país. Custodiaban la carroza varios lanceros montados a lomo de sus caballos con brillantes corazas y cascos blancos. Junto a ellos desfilaba el regimiento de granaderos con sus bearskin, unos gorros altos de color negro hechos de piel de oso que hacían las delicias de los niños. Era la primera vez que conseguía ver a la reina en persona y me causó una grata impresión; las veces anteriores apenas había podido ver la carroza de refilón.
Vi a un par de críos con gorras mugrientas que no paraban de merodear entre la gente, así que agarré con fuerza mi caja de música y la resguardé todo cuanto pude.
—Tenga cuidado con esos dos—dijo una anciana que acudía con su marido.
Al fondo se oía sin cesar la banda de música del ejército que amenizaba el desfile. Unos momentos después, resonaron vítores y aplausos y apareció el regimiento de los Highlanders con sus deslumbrantes gaitas. Siempre eran recibidos con enorme júbilo por el público, pues aquellos instrumentos seguían haciendo las delicias de cientos de niños y no tan niños.
Cuando llegaron a mi altura pude contemplar su espléndida vestimenta, el Kilt,  formado por una falda a cuadros verde y morada, camisa blanca y un tirante de tela del mismo color sujetado con un broche por encima del hombro. Una espléndida correa a la cintura y una taleguilla negra al cinto. Completaba su conjunto una boina con una borla encarnada en el centro de la parte superior.
El oficial de mayor graduación caminaba al frente dirigiendo la banda con su bastón de mando girándolo al ritmo de la música mientras las gaitas no paraban de sonar.
A mediación de la fila me pareció distinguir un rostro familiar. A pesar del tiempo que llevaba sin verle y que el traje y la boina me confundieron durante unos instantes le reconocí enseguida: era el mismo joven del que me enamoré perdidamente aquella mañana en el Támesis.
En aquel momento fue como si el tiempo se detuviese. Me quedé completamente paralizada, sin poder dejar de mirarle.
Ahora que por fin le tenía tan cerca que casi podía tocarle alargando la palma de mi mano, pude comprobar lo increíblemente apuesto que estaba con el traje.

Tengo que reconocer que llegó el momento en que ya no oía ni el desfile. Se había convertido en un susurro lejano del que no distinguía ni la más mínima palabra.



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